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«Tesoros de la Fe» Nº 155

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La Torre de Belén

La belleza artística coincide con la utilidad militar

Plinio Corrêa de Oliveira

LA TORRE DE BELÉN, en Lisboa, de tal manera causa la impresión de ser un castillo, y no una simple torre, que hasta se podría preguntar ¡cómo una torre puede ser tan bella! Ella ostenta la pompa y la imponencia de un castillo de cuento de hadas, con su piedra blanca que brilla al sol.

Las paredes de la torre son lisas, pero su monotonía está corregida por las pequeñas ventanas adosadas, divididas por un gracioso arco, y por su terraza. También ayudan a quebrar la monotonía las garitas, en los ángulos de la torre. Tenemos entonces reunidos, en una superficie pequeña, una sobrecarga de ornatos que recuerda una caja de joyas, un relicario. Así, quedamos con la sensación de una armonía perfecta.

Consideremos las almenas alrededor de la torre. Estaban destinadas a los guardias que vigilaban la edificación, concebida para la defensa de un ataque adversario. Ella presenta también una serie de escudos con la Cruz de Cristo, recordando las glorias del reino. La belleza artística coincide con la utilidad militar.

En lo alto de la torre, con una dimensión menor que ella, se yergue un torreón más estrecho, que facilita la ronda de la guardia. Pero, además de una razón militar, tiene una ventaja estética.

La primera línea de defensa de la torre es la terraza. Abajo, se notan pequeñas aberturas enrejadas, indicando la presencia de calabozos. La amplitud de la terraza tiene una cierta relación estética con la altura de la torre, más o menos como una reina estaría para la cola de su vestido. La reina de piedra tiene una cola de piedra, mira altivamente hacia la ciudad de Lisboa y, dominadora, enfrenta al mar.

En la terraza, cuando partían las escuadras portuguesas hacia sus conquistas ultramarinas, el mismo rey comparecía para apreciar la partida de la armada. A veces acompañado de la reina, de miembros de la familia real, de la corte, de prelados, guerreros, magistrados, todos espléndidamente vestidos.

Ellos ocupaban las terrazas de las cuales pendían tapices. ¡Qué colorido magnífico! No es difícil imaginar la belleza del escenario con aquellas naves avanzando con el estandarte y la Cruz de la Orden de Cristo en las velas. La escuadra, con varios navíos desfilando frente al rey, los navegantes haciendo reverencias, tiros de cañón disparados y las naves poco a poco desapareciendo en las aguas del río Tajo y después en el Atlántico.     



  




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