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«Tesoros de la Fe» Nº 212

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La Revolución Francesa:

Heredera del protestantismo y del neopaganismo renacentista

Toma del Palacio de las Tullerías, Jean Duplessis-Bertaux, 1818 – Óleo sobre tela, Palacio de Versalles

Renato M. de Vasconcelos

Catedral de Estrasburgo convertida en “Templo de la razón” durante la Revolución Francesa (Revolutions-Almanach de 1795; Göttingen 1794, p. 327).

Después de la revolución protestante (1517), una segunda gran explosión del proceso revolucionario,1 preparada con bastante antelación, desencadenó a partir de 1789 en Francia una serie de transformaciones políticas, sociales y religiosas que inauguraron la era contemporánea. En el conjunto de sus vertientes moderadas y radicales, difundió ideas republicanas por el mundo entero, derribó monarquías milenarias en Europa y abrió el camino a la revolución comunista de 1917.

Los elementos más radicales de la Revolución Francesa estaban concentrados en la facción jacobina. Según la utopía que los guiaba, había sobre los franceses dos yugos insoportables: el de la superstición, representada por la religión católica; y, el de la tiranía, constituida por el gobierno monárquico. Con fervor “humanitario”, se levantaron los “amigos del pueblo” para disipar las tinieblas de la “superstición” eclesiástica y romper las cadenas de la “tiranía” real. La intención aparente sería, al final del proceso, devolver el poder al pueblo, transformándolo en su único detentor. Si algún ingenuo imagina que esa era la intención, lo mínimo que ese mismo ingenuo puede constatar, es que el objetivo real era la tiranía revolucionaria que se implantó en todas partes.

La Revolución Francesa, inflamada del espíritu igualitario que no admite ninguna forma de desigualdad, y encharcada de sensualidad que rechaza cualquier freno a las pasiones, se levantó contra el Ancien Régime (Antiguo Régimen), un orden social jerárquico y austero en muchos de sus aspectos. Dejando detrás de sí una montaña de ruinas y un mar de sangre,2 los revolucionarios moderados y radicales derribaron instituciones y costumbres milenarias, que habían hecho de la antigua Francia el país de todas las perfecciones, objeto de la admiración del mundo entero.

Una minoría revolucionaria impuso la ideología anticristiana

En el Ancien Régime brillaban aún, y con mucho fulgor, los mejores rasgos de la cultura y del espíritu francés: un esplendor en la vida social, que bien se expresaba por la triple locución verbal “savoir dire, savoir plaire, savoir faire” (saber decir, saber agradar, saber hacer). Muy vivos y dinámicos eran también los principios básicos de la civilización cristiana —la tradición, la familia y la propiedad— dando consistencia y elevación al cuerpo social. Pero la envidia revolucionaria veía en esa consistencia y en esa elevación una forma de explotación de las clases modestas. Para liberarlas, la solución sería derrumbar el altar y el trono: Ni Dieu, ni maître (Ni Dios, ni señor), según la formulación que servirá de base para las agitaciones de mayo de 1968 de la Sorbonne.

Inauguración de los Estados Generales, Auguste Couder, 1839 – Óleo sobre tela, Musée National du Chateau et des Trianons, Versalles

La democracia instaurada tras la Revolución Francesa —el gobierno del pueblo por el pueblo— contaminó prácticamente a todas las naciones. Pero el resultado evidente es que las transformó en tremendas tiranías de las minorías (auto-calificadas como esclarecidas, avanzadas, progresistas) sobre la mayoría (peyorativamente rotulada de obtusa, retrógrada, conservadora). Y no necesitamos ir muy lejos para recopilar ejemplos. Así lo fue en la propia fuente de esa revolución, que Augustin Cochin3 describe como un movimiento realizado por cerca de 200 mil agentes para cambiar radicalmente el modo de vida de 25 millones de franceses. Los revolucionarios constituían el 0,8% de la población francesa, sin embargo impusieron su ideología anticristiana a la inmensa mayoría de sus compatriotas.

El rey reina, pero no gobierna

En el Ancien Régime brillaban aún, y con mucho fulgor, los mejores rasgos de la cultura y del espíritu francés: un esplendor en la vida social, que bien se expresaba por la triple locución verbal “savoir dire, savoir plaire, savoir faire”

Después de décadas de preparación tendencial e ideológica, la Revolución Francesa entró en 1789 en su fase más conocida: la de los hechos. Varios factores —uno de ellos, la participación en la guerra de independencia de los Estados Unidos— habían contribuido a que el Estado francés se encontrara deficitario. La Asamblea de los Notables del Reino, convocada en 1787, se mostró incapaz de ofrecer una propuesta adecuada para solucionar la crisis financiera. El rey Luis XVI convocó entonces a los Estados Generales, compuestos por representantes del clero, de la nobleza y del pueblo. Anteriormente, se habían reunido por última vez en 1622, durante el reinado de Luis XIII. Tenían un carácter meramente consultivo, y el rey nutria la esperanza de recibir sugerencias idóneas que concurrieran para sanear la bancarrota del Estado.

Inaugurados en los primeros días de mayo de 1789, los Estados Generales se adjudicaron para sí un poder que no poseían, transformándose luego en un cuerpo único: la Asamblea Nacional; y, semanas después, en la Asamblea Nacional Constituyente, en una clara usurpación del poder real. Luis XVI no tenía la personalidad de Luis XIV ni la energía de su abuelo Luis XV, y aprobó la redacción de una Constitución para el reino, en lugar de disolver la Asamblea. Quedaba así puesto de lado el objetivo primordial de la convocatoria de los Estados Generales, y se caminaba hacia un cambio en la forma de la monarquía francesa: de absoluta para constitucional, donde “el rey reina, pero no gobierna”. Era un primer paso rumbo a la república.

Toma de la Bastilla, un hito del horror

Caída de la Bastilla y prisión del gobernador M. de Launay, 14 de julio de 1789, anónimo – Museo de Historia de Francia, Versalles

Comenzaron entonces en París los disturbios y agitaciones promovidos por hordas de sediciosos.4 El 14 de julio, ocurrió la toma de la Bastilla, transformada en símbolo del antiguo orden que debía desaparecer. En las semanas subsiguientes, tropeles de bandidos recorrieron el interior de Francia, incendiaron castillos, esparcieron miedo y terror por todas partes.

El día 5 de octubre, una turbamulta compuesta en su mayoría por mujeres salió de París hacia Versalles, donde llegó al caer la noche, enlodada, feroz, armada. En la madrugada siguiente, una puerta abierta en la reja del castillo les dio acceso a Versalles. Los guardias fueron bárbaramente asesinados, y la propia reina por poco no fue ejecutada. En un cortejo macabro, cabezas de soldados fueron espetadas en lanzas, y la familia real fue arrastrada a París y alojada en el Palacio de las Tullerías.

Beneficiados por la efervescencia general, los diputados más radicales tomaron la dirección de la Asamblea. Primero los monarquistas tradicionales fueron suplantados por los monarquistas constitucionales; estos, a su vez, fueron superados por los republicanos moderados cuando fue promulgada la Constitución. Pari pasu fue cambiando la fisonomía de la estructura social: los privilegios del clero y de la nobleza fueron suprimidos; los bienes de la Iglesia fueron nacionalizados; una Constitución Civil, cismática y herética, fue impuesta al clero.

Clima de terror y radicalización hacia la izquierda

Llamado a las últimas víctimas del terror en la prisión Saint Lazare, Charles Louis Müller, c. 1845–1892 – Museo de la Revolución Francesa, Vizille (Francia)

La Asamblea Legislativa sucedió a la Constituyente en 1791. En ella los republicanos radicales —los girondinos, así llamados porque provenían en su mayoría de la región de la Gironda, cuya ciudad principal era Bordeaux— pasaron a dar el tono y exigir la supresión de la monarquía.

El ataque al Palacio de las Tullerías el día 20 de junio de 1792 preparó el gran asalto del 10 de agosto. Por orden del rey, deseoso de evitar derramamiento de sangre, los guardias suizos no reaccionaron al ataque de miles de bandidos, y fueron masacrados junto a cientos de nobles fieles.

Indefensa, la familia real se refugió durante tres días en el recinto de la Asamblea, de donde fue llevada al Palacio del Templo, perteneciente al conde de Artois. Luis XVI, María Antonieta, sus dos hijos —el delfín (siete años)5 y Mme. Royale (14 años)6— y Mme. Elisabeth no fueron encarcelados en el palacio, como esperaban, sino desde un comienzo en la pequeña torre, después pasaron a la gran torre adjunta al palacio.

Los días 2 y 3 de setiembre, puñados de jacobinos, con la complacencia de Danton, ministro de Justicia, atacaron las prisiones y masacraron a cientos de nobles encarcelados desde el 10 de agosto. La matanza se volvió también contra miembros del clero. Solo en el Convento del Carmen fueron muertos dos obispos y más de 100 sacerdotes. La princesa de Lamballe, gran amiga de María Antonieta, fue asesinada a golpes de sables y lanzas. Despedazada cruelmente, su corazón fue arrancado del pecho y comido, aún palpitante, por uno de los asesinos. Después ensartaron su cabeza en la punta de una pica y la llevaron, en medio de una gritería y un frenesí infernal, hasta la ventana de la prisión del Templo, para que fuera vista por la reina.

El clima de terror dominaba París, y justamente el día fijado para la elección de la Convención Nacional un elemento psicológico tremendo favoreció la entrada de gran número de jacobinos radicales en la nueva cámara. La Convención Nacional, sucesora de la Asamblea Legislativa, abrió sus sesiones el 21 de setiembre, abolió la monarquía y proclamó la república. Inicialmente fue dirigida por los girondinos, que ocuparon sus asientos a la derecha (en la Legislativa, estaban del lado izquierdo). A mediados del año siguiente, los jacobinos derribaron y eliminaron a la facción girondina, se encaramaron en el poder e inauguraron el así llamado período del terror. Era el proceso de radicalización hacia la izquierda, por medio del cual los radicales de ayer se convirtieron en moderados.

Condenación de la familia real en un juicio ilegal

El populacho encarcela a Luis XVI en las Tullerías, el 20 de junio de 1792

Depuesto el rey, ¿qué hacer con él? El ala radical jacobina no pretendía enviarlo al exilio, sino matarlo con la complicidad del centro formado por los girondinos. El 11 de diciembre la Convención dispuso que Luis XVI fuera separado de su familia. El desenlace del proceso —un verdadero escarnio de la justicia— es bastante conocido. En la madrugada del 18 de enero, 361 de los 720 diputados (la mitad más uno) votaron por la condena a muerte, sin apelación ni suspensión de la pena. Detalle horripilante de esta tragedia: el voto decisivo para la muerte del rey fue el del duque de Orleans, su primo. Le bastaba abstenerse para que el rey se salve.7 Dos días después, al rugido ensordecedor de los tambores, la cabeza del rey rodó en el cadalso, rodeado por 15 mil soldados.

En la prisión del Templo permanecieron juntos, durante algunos meses, María Antonieta, sus dos hijos y Mme. Elisabeth. A fines de setiembre, llevaron a María Antonieta a la prisión de la Conciergerie, que era por así decir la antecámara de la guillotina. Después de un juicio infame e infamante,8 María Antonieta fue condenada a muerte y guillotinada el 16 de octubre de 1793.

Confinados en la torre del Templo, quedaban aún el joven rey Luis XVII, su hermana Mme. Royale y su tía Mme. Elisabeth. En medio de todas las incertidumbres, ella fue para los hijos del rey una segunda madre, ejecutada el 10 de mayo del año siguiente. Día por día, se contaron veinte años de la muerte de su abuelo Luis XV.

El martirio de Luis XVI, María Antonieta y Mme. Elisabeth fue un verdadero “quemar las naves” para que la Revolución Francesa se tornara irreversible, pero atrajo sobre la cabeza de sus responsables inmediatos el castigo divino: la máquina revolucionaria empezó a devorar a sus hijos. Mal transcurrieron tres semanas de la ejecución de María Antonieta, subió al cadalso el 6 de noviembre de 1793 el regicida Philippe Égalité;9 a fines de marzo de 1794 fue el turno de Hébert, panfletista obsceno y portavoz de los sans-culottes. Danton le siguió los pasos el 5 de abril. Y tres meses después, el 10 de Thermidor (28 de julio), perdieron la cabeza en la guillotina Robespierre, Saint-Just, Dumas y otra veintena de seguidores.

La caída de Robespierre señaló el fin del régimen del Terror, pues la opinión pública francesa estaba cansada de tantos excesos. Era un retroceso necesario para que la revolución progresara. Otras fases se sucedieron: Directorio, Consulado, Imperio. La obra revolucionaria prosiguió inexorablemente bajo otras formas y continúa avanzando. Pero esto ya es materia para otro artículo.

 

María Antonieta conducida para ser ejecutada en la Plaza de la Revolución (el tribunal revolucionario la condenó a muerte el 16 de octubre de 1793), William Hamilton, s. XVIII – Museo de la Revolución Francesa, Grand Palais

Notas.-

1. Cf. Plinio Corrêa de Oliveira, Revolución y Contra-Revolución, Tradición y Acción, Lima, 2018, p. 42-43.

2. Joseph de Maistre, en su libro Considérations sur la France, J. B. Pelagaud, Lyon, 1880, calcula que la Revolución Francesa segó cuatro millones de vidas humanas, incluyendo en esta cifra a las víctimas de las guerras napoleónicas, que exportaron a toda Europa los principios revolucionarios de 1789. Solo en la campaña de Rusia murieron casi un millón de soldados de la Grande Armée.

3. Augustin Cochin, Les sociétés de pensée et la Démocratie: Études d´Histoire Révolutionnaire, Plon-Nourrit et Cie., 1921.

4. Tales sediciosos, según Goncourt, eran cerca de seis mil individuos de la peor clase, no apenas de París, sino provenientes del interior de Francia y del extranjero. Había entre ellos holandeses, prusianos, españoles y hasta americanos.

5. Louis-Charles de France (1785-1795) fue el segundo delfín. Murió prisionero en la torre del Templo, en condiciones deplorables. El primero, Louis-Joseph, murió en junio de 1789.

6. Mme. Royale, así era llamada Marie Thérèse Charlotte de Bourbon (1778-1851), hija primogénita de Luis XVI y María Antonieta. Sobrevivió a la prisión del Templo, se casó con su primo el duque d’Angouleme y no tuvo descendencia.

7. Robespierre murmuró espantado, al oír el voto del regicida: “¡Qué infeliz! ¡Era el único que podía abstenerse, y no osó hacerlo!” (G. Lenotre, Les grandes heures de la Révolution Française, Perrin, París, 1962, p. 278).

8. Infame bajo todos los puntos de vista: de la ilegalidad del proceso, de la competencia de sus jueces, de la inexistencia de razones y pruebas suficientes para la condenación. La acusaron, a falta de pruebas, de haber pervertido sexualmente a su hijo, el delfín, un niño de tierna edad.

9. Felipe Igualdad (Luis Felipe II de Orleans), primo de Luis XVI y padre de Luis Felipe, que gobernó Francia de 1830 a 1848 bajo el título de “rey de los franceses”.



  




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