Tema del mes Cristiandad

Sacralidad en el orden temporal

Plinio Corrêa de Oliveira

Nos parece útil analizar algunos aspectos de una de las tesis fundamentales de la doctrina católica sobre el problema de las relaciones entre el orden espiritual y el temporal, que es la “ministerialidad” 1 de esta última con relación a aquella.

Consideramos que el ambiente de nuestra época, de tal manera inculca una concepción materialista y puramente económica de la vida temporal, que ejerce una influencia sensible sobre las disposiciones del espíritu, los hábitos mentales y las tendencias ideológicas de las personas que, al menos en teoría, presumen de ser fieles a las grandes líneas del pensamiento católico e incluso tomista. Tales personas tendrían menos dificultades para aceptar la posición de la Iglesia sobre la ministerialidad de lo temporal si recordaran con precisión todo el contenido humano [es decir, material y espiritual] de la esfera temporal.

Para que este contenido no aparezca tan claramente a la vista de todos, han concurrido —involuntariamente y por razones explicables— excelentes escritores.

Verdad omitida: la sociedad humana debe satisfacer no solo las necesidades del cuerpo sino también las del alma

Otros autores sostienen, más bien, la doctrina de que la sociedad humana no existe como consecuencia de un pacto arbitrario establecido por un cierto número de hombres en épocas que se pierden en la noche de los tiempos, sino que es una consecuencia espontánea, legítima e ineludible del propio orden natural. Exponen ampliamente y con toda diligencia, los argumentos que la observación de la vida cotidiana ofrece a su tesis: la necesidad de la especialización y colaboración para asegurar la subsistencia material y el progreso; la necesidad de una autoridad que dirija dicha colaboración, etc. Por lo tanto, es una necesidad natural [y no solo contractual], que exista una sociedad con todas sus características esenciales.

Establecida sobre esta base [la de la observación de la vida cotidiana], la demostración, además de ser irreprochable, es altamente didáctica, ya que trata de hechos claros, simples, palpables que están al alcance de la observación directa y personal de cualquier lector.

Hay, sin embargo, otros argumentos a considerar.

Es comprensible que un autor, apremiado por la obsesión que la correría moderna impone de resumir todo, pase por alto otros argumentos o incluso los silencie. Esto es lo que sucede algunas veces con el argumento basado en el hecho de que el hombre es social por la naturaleza de su propia alma, abstracción hecha de cualquier necesidad del cuerpo. En no pocos libros de todo tipo, forma y tamaño, que ponen al alcance del público las líneas maestras del Derecho Natural, este argumento no se explora en toda su riqueza.

Cuando se olvida la predominancia del alma sobre el cuerpo el hombre se embrutece y las sociedades se degradan

De ahí se desprende una consecuencia importante en la formación de la mentalidad del lector. Un gran número de estudiosos se acostumbra a ver en la sociedad humana algo que existe única, o al menos principalmente, para satisfacer las necesidades físicas del hombre.

No es que esta convicción resulte de una afirmación expresa de tal o cual tratadista, sino que se forma en el subconsciente a modo de impresión general que, si no es lógica, al menos es explicable. Porque si los argumentos más insistentemente mencionados, más ampliamente desenvueltos, son los que se basan en las necesidades materiales, económicas y prácticas, no es sorprendente que se forme la noción de que la sociedad existe sobre todo para satisfacer esas necesidades, y que poco a poco los fines de la sociedad relativos al alma humana, pasen del segundo plano al completo olvido.

Como hemos dicho, la atmósfera contemporánea es tal que favorece poderosamente este fenómeno. Vivimos en un ambiente saturado de materialismo, donde en cada momento escuchamos opiniones que solo serían verdaderas..., presenciamos acciones que solo serían legítimas..., se nos pone en presencia de instituciones y costumbres que solo serían razonables... si el alma humana no existiera. El materialismo es inmanente e implícito en casi todo lo que pasa a nuestro alrededor.

No es de extrañar, pues, que tantas y tantas veces, veamos a tal o cual católico —que ha estudiado honestamente las líneas generales de la filosofía moral y ha leído en santo Tomás de Aquino (De Regimine Principum, cap. I) que la finalidad de la sociedad temporal es remediar no solo la insuficiencia física, sino también intelectual del hombre de vivir solo— adoptar frente a los problemas políticos, sociales y económicos con que se enfrenta, una actitud práctica que difiere poco de la posición del materialista o del agnóstico.

Trágicas consecuencias de olvidar la supremacía del alma sobre el cuerpo

Si el hombre se compone de dos principios distintos, cuerpo y alma, es evidente que en todo lo que le atañe, lo que concierne al alma será mucho más importante que lo que concierne al cuerpo; pues lo espiritual e imperecedero vale más que lo material y mortal.

Toda sociología que proceda de esta verdad debe dar lo mejor de su esfuerzo y atención a lo que concierne al alma humana, su equilibrio, su bienestar, su desarrollo. Por muy interesantes y respetables que sean los problemas materiales, por mucho talento, diligencia y vigor que se emplee para resolverlos, esta verdad fundamental no debe ser olvidada nunca.

Evidentemente, no se trata de consagrar a la vida material menos de lo que merece, ya que el hombre es hombre y no un puro espíritu angelical. Pero incluso cuando se le da a la materia largamente lo que se le debe, no debe romperse la jerarquía de valores. No se puede concebir los problemas materiales disociándolos de la realidad humana plena y total, es decir, que también tenemos un alma, y que esta vale más, incomparablemente más que nuestro cuerpo.

El mundo moderno ha ignorado estos principios, ha elevado el cuerpo al nivel de un ídolo y ha negando la primacía del alma, si no su misma existencia. Ha organizado todo como si el hombre solo tuviera cuerpo.

El resultado está ante nosotros: neurosis, psicosis, perversiones sexuales monstruosas, existencialismo, la cacofonía de la gran confusión de nuestros días. El libro de Alexis Carrel L’homme, cet inconnu [“El hombre, ese desconocido”] ya está envejeciendo, pero puede ser releído —no sin reparos— con provecho por quienes deseen averiguar lo que esta subestimación o negación del alma le está costando al hombre, en cuanto al progreso técnico material de nuestro siglo.

Por lo tanto, se trata —y muchos lo reconocen— de restablecer la primacía de lo espiritual.

Pero para que tal intento no se quede solo en el mundo de las afirmaciones sonoras y se convierta en una acción palpable, con fines definidos, es necesario investigar cuál es exactamente el papel de lo espiritual en la vida que el hombre lleva en la sociedad.

La sociedad de los hombres debe ser un reflejo de la sociedad angélica

La Anunciación (detalle), Fra Angelico, s. XV) – Oro y temple sobre tabla, Museo del Prado, Madrid

Considerando el alma humana en su naturaleza, sus potencias, su actividad, ¿en qué sentido puede tener una vida social?

Un campo de la vida social, que comprende las relaciones puramente espirituales de hombre a hombre, puede parecer que se ubica a una altura tan etérea, que no se pueda decir nada de definido y útil al respecto. Esta impresión se disipará si recurrimos a lo que la Iglesia nos enseña sobre los ángeles.

El ángel es un ser puramente espiritual, creado para conocer, amar, alabar y servir a Dios. Siendo esta su única razón de ser, es para tal fin que se ordenan todas sus potencias, todas sus inclinaciones naturales. Y es para este fin que lo ilumina y lo sublima la gracia, cuando lo eleva al orden sobrenatural, dándole la visión beatífica y el amor sobrenatural.

Por lo tanto, el ángel necesita de una sociedad: la de Dios. Y no podría vivir en la ignorancia del Creador. Pero esta sociedad le basta por dos razones. Primero, porque Dios es la perfección misma, y quien lo posee no tiene necesidad de nada más. Segundo, porque la naturaleza del ángel está ordenada a Dios y solo a Él.

Estrictamente hablando, tal es la naturaleza de un espíritu puro que Dios podría haberlo creado solo a él, o podría haber dispuesto que no conociera a ningún otro ser que no fuera Dios mismo.

El Creador, sin embargo, constituyó la creación angélica de otra manera. Quiso que los ángeles se conocieran entre sí, estableciendo entre ellos una vida social que, por supuesto, es toda espiritual.

Los ángeles enriquecen su conocimiento de Dios al contemplar el universo creado

Esta vida social, sin embargo, tiene a Dios como su objeto último. Porque en el conocimiento que los ángeles se comunican entre sí, transmiten lo que cada cual puede anunciar de Dios. De modo que cada ángel tiene todas las operaciones de sus potencias aplicadas a Dios de dos maneras: una directa, en la medida en que tiene una comunicación inmediata con Él; y otra mediata o indirecta, mientras se comunica con Él a través de otros ángeles. Así eran las cosas antes de la creación de nuestro universo material.

Cuando este fue creado, su conocimiento se hizo patente a los ángeles. Y como nuestro universo a su manera también anuncia las grandezas de Dios, los ángeles adquirieron, en cada ser material creado, objetos de conocimiento que los conducen, por sus propios caminos, a Dios, objeto único y constante de todas las operaciones angélicas.

Donde la consideración del sol, de la llovizna o del trueno elevaba al salmista a Dios..., o donde una flor o un pájaro elevaba a un san Francisco de Asís a Dios..., o donde las maravillas del átomo pueden elevar al hombre moderno a Dios... el ángel las conoce y las usa como caminos hacia Dios.

¿Quién podrá jamás en esta vida terrena —a no ser la Santísima Virgen— retratar la meditación y el amor de un ángel que conoce todo nuestro universo, hasta el menor de sus secretos? En una sola mirada el ángel ve la pulsación simultanea de la vida en todos los seres; y el incesante y misterioso movimiento de la materia en los incalculables grandes espacios en los que se mueven los astros o en los incalculables pequeños espacios en los que giran los universos y las constelaciones de los átomos. En todo el ángel discierne la Sabiduría Eterna, el poder absoluto e inquebrantable, la perfección de “el amor que mueve el sol y las demás estrellas” (Dante, Paraíso, 33, 145).

El ángel no solo es contemplativo: es un guerrero de Dios

Coronación de la Virgen, Fra Angelico, s. XV – Temple sobre tabla, Galería de los Oficios, Florencia

Hablamos más detenidamente acerca del conocimiento y el amor. Una palabra sobre la alabanza y el servicio de Dios.

Hecho para alabar, el ser angélico es de naturaleza exclamativa, por así decirlo. El conocimiento y el amor no se pierden sin resonancia en las augustas profundidades de su propio ser. Transmite, comunica, expresa lo que lleva dentro de él, por un deber de justicia y de amor hacia Dios, sin duda, pero también por un impulso de su propia naturaleza. De ahí la incesante alabanza angélica, cuya magnificencia nos muestra tan a menudo la Escritura, con términos y símbolos tan diversos.

Hecho para servir, el ángel no solo es contemplativo, sino more suo [a su manera] tiene una naturaleza activa. Comunica a los demás lo que sabe de Dios, es un servicio docente. Es el agente de la voluntad de Dios en la dirección del universo, ya que es a través de los ángeles que Dios gobierna la creación visible. Y esta función ejecutiva tiene un aspecto militante, ya que es el guerrero de Dios, que antes de todos los siglos derribó a Satanás y a los ejércitos rebeldes, y hoy combate al infierno, protege a los fieles y a la Iglesia en la lucha contra el poder de las tinieblas.

Esto, entonces, es lo que el ángel hace por su propia naturaleza; lo que hace como miembro de la sociedad angélica; y lo que la sociedad angélica hace en su conjunto, como sociedad, de acuerdo con el impulso y el designio de Dios.

El alma humana es tan sociable que realizará su destino eterno en una vida social

Estas nociones sobre la sociabilidad y la vida social de los ángeles son aplicables al alma humana, en tanto que el alma misma es también enteramente espiritual. Pero cometeríamos un grave error si al transponer estas nociones del reino angélico a la sociedad terrena, no tuviéramos en cuenta que el alma humana fue creada para vivir unida a un cuerpo material, destinado a hacer con él una sola persona; y que, por lo tanto, toda la naturaleza espiritual del alma humana está ordenada a tal consorcio con la materia, y solo en este consorcio encuentra su modo de ser y de actuar enteramente normal.

Tan íntimo es este consorcio que en el período en que después de la muerte del hombre, el alma vive en el cielo disociada del cuerpo esperando la resurrección, se encontrará en un estado de anomalía, por así decirlo de violencia, ciertamente indoloro porque gozará de la felicidad celestial, pero en todo caso de auténtica violencia que solo la resurrección pondrá fin. Cuando nuestra alma recupere su propio cuerpo, no lo hará como si volviera a la cárcel, sino como quien recupera jubilosamente la plenitud de sí misma.

Para considerar la parte del espíritu y de la materia en las operaciones específicamente espirituales del hombre, es decir, en la sociabilidad y la vida social de su alma, recordemos ante todo que non habemus hic civitatem [“nuestra morada no está en esta tierra”]. Fuimos creados para el mismo fin que los ángeles y, como ellos, fuimos elevados al orden sobrenatural. En esa eternidad ante la cual la vida terrena es solo un instante, deberemos participar de la sociedad espiritual de los ángeles, contemplando, amando, alabando y sirviendo a Dios.

Tal es la afinidad entre la naturaleza y las operaciones de nuestra alma y las de los espíritus angélicos. Nuestro cuerpo participará ciertamente en estas operaciones pero en el estado de cuerpo glorioso, esto es, tan embebido, por así decirlo, en la espiritualidad de nuestra alma y en la gracia de Dios, que su propia forma de ser y de operar será como si se sublimara más allá del nivel propio de la mera naturaleza humana y fijado en la inmortalidad.

Habiendo puesto estas salvedades [sobre el papel del cuerpo], vemos que el alma humana es tan sociable que realizará su destino eterno en una vida social que tendrá un objeto puramente espiritual.

En la tierra y en el cielo el hombre tiene esencialmente la misma finalidad: conocer, amar, alabar y servir a Dios

Esto puede ayudarnos quizás a entender mejor cómo la vida, y más especialmente la vida social de las almas, se realiza en la existencia terrena. Y cómo esta auténtica vida social tiene como objeto valores enteramente espirituales.

Si nuestro fin propio es conocer, amar, alabar y servir a Dios, nuestra naturaleza, máxime por haber sido elevada al orden sobrenatural, debe tender por entero hacia ese fin. En otras palabras, todas nuestras actividades mentales y físicas deben estar dirigidas hacia el conocimiento de la verdad y la práctica del bien.

Esto es real en cuanto a nuestra naturaleza en el cielo, pero también en la vida terrenal, pues la naturaleza humana es ya lo que debe ser eternamente y, por lo tanto, sus tendencias fundamentales son ya lo que serán eternamente.

Y como la vida terrenal no puede ser contraria a nuestra naturaleza, es ya, de alguna manera, en su sustancia, en lo que tiene de más interior, esencial e íntimo —tanto en el plano natural como en el sobrenatural— la misma vida de contemplación, amor, alabanza y servicio de Dios que tendremos en el cielo.

El hombre se prepara para el cielo contemplando los reflejos de Dios en las cosas creadas...

Si esta es la esencia de nuestra vida terrenal, debemos recordar, sin embargo, que la forma en que realizamos tales operaciones aquí difiere profundamente de la forma en que las realizaremos en el cielo.

Gozaremos en la eternidad de la visión beatífica, sin velos ni obstáculos. Nuestro amor habrá alcanzado una plenitud definitiva. Nuestra alabanza y nuestro servicio no tendrán mancha ni desmayo.

En la vida terrenal, por el contrario, estamos en un estado de prueba. Tenemos dones naturales y sobrenaturales que preservar y desarrollar. Nuestras acciones —incluso las mejores— y, por lo tanto, nuestra alabanza y nuestro servicio, están llenos de imperfecciones. Nuestra forma normal de ser nos somete a la materia mucho más, que cuando nuestros cuerpos hayan sido transfigurados por la gloria. A pesar de todo esto, es verdad que el hombre, incluso el más disipado, contempla activamente. Para ser conscientes de esto, bastará que aclaremos qué es concretamente, en la vida terrena y en el plano natural, una contemplación.

Trooping the Colour, se realiza todos los años en Londres con ocasión del cumpleaños de la reina. Al admirar un desfile militar, como que el observador asimila en su alma lo que aquel tiene de hermoso

¿Qué hace un hombre cuando se detiene en su camino para ver pasar un desfile militar o una procesión religiosa, para considerar un edificio o un panorama, para observar una escena particularmente grave o pintoresca de la vida cotidiana, para presenciar una obra de teatro? Contempla, es decir, fija la atención sobre determinado objeto, toma conocimiento de lo que en él hay de verdadero o de falso, de bueno o de malo; acepta, consiente, como que asimila en su alma la verdad y el bien; experimenta una disonancia, rechaza, opera una especie de purgación en sí mismo de lo malo que la cosa pueda haberle comunicado.

Viendo a seres relativos y contingentes, que tienen en sí el reflejo del Ser Absoluto, el hombre, por los canales de los sentidos, considera en los seres contingentes algo que existe absolutamente en Dios; como que se apropia de ese bien y, en el propio acto en que los considera, se identifica con este bien. En suma, hace un acto característicamente contemplativo, a pesar de estar marcado por las condiciones inseparables de esta vida terrena. Desgraciadamente, muchos hombres al realizar tales actos de contemplación, no se elevan en modo alguno hasta Dios, y se detienen en la fruición egoísta y circunscrita del ser relativo que tienen delante de sí.

Muchas veces su conocimiento es vicioso, y da acogida al error y no a la verdad; la contemplación los lleva a asimilar el mal y no el bien. Es que, evidentemente, así como hay contemplaciones buenas, hay también contemplaciones malas. Son los triunfos del mundo, del demonio y de la carne. No obstante todo esto, la acción que realizan es esencialmente contemplativa. A pesar de que pueda ser meramente natural, y esto constituye una afirmación de que hay en el hombre una vivaz veta de contemplación.

Esa contemplación trae necesariamente como consecuencia la alabanza, o bien su antítesis que es la blasfemia: pues en la tierra, como en el cielo, como en el infierno, el hombre es, como dijimos, exclamativo, es decir, propenso a comunicar lo que lleva en el alma. Y esto conduce al servicio, pues el hombre sirve naturalmente a aquello que ama: la Ciudad de Dios o la Ciudad del Demonio, la verdad o el error, el bien o el mal.

Y es de esta manera que el alma humana realiza desde esta tierra, para su salvación o para su condenación, las grandes operaciones que será llevada a realizar por toda la eternidad. Claro está que la contemplación, en la medida en que es hecha a la luz de la fe, es una operación animada por la gracia.

…recibiendo el impulso para conocer, admirar y relacionarse con otros hombres

De lo que se ha dicho, se desprende la evidente necesidad que tiene el alma humana de entrar en contacto con objetos externos sobre los que pueda ejercer su actividad. La hipotética carencia de tales objetos atrofiaría sus potencias y reduciría su vida al simple hecho de existir.

Así como el cuerpo humano puede alimentarse de pan y agua, pero se enfermará si pasa mucho tiempo solo con estos alimentos, así también el alma humana no puede alimentarse de la mera consideración de un objeto, o de un número muy pequeño de objetos.

Sus operaciones, en el supuesto caso, irían más allá de las fronteras de la simple existencia, pero llevarían al alma a una operación tan defectuosa que a la larga le produciría un desequilibrio. Es el caso de ciertos obreros, forzados por su profesión a permanecer durante horas enteras con la atención puesta en el mismo hecho simple, pobre, casi asfixiante: una señal luminosa, por ejemplo, cuyo encendido o apagado más o menos irregular consiste en registrar cada minuto en una hoja de papel, durante diez o doce horas de trabajo cotidiano. Ciertas constituciones mentales excepcionalmente bien dotadas podrían, tal vez, rehacerse de este trabajo por una dispersión de la atención en sus horas de descanso. Otras, sin embargo, sucumbirían por anemia espiritual. Nuestra alma fue hecha para la consideración del Universo, de todo el conjunto de seres sobre los cuales nuestros sentidos tienden normalmente a aplicarse.

Cazadores tiroleses. El ser humano tiene necesidad de conocer y entablar contacto con otros hombres.

De estos seres, el que ocupa el lugar central en la escena, el que domina a los demás, el que en cierto modo los compendia a todos en sí, es el propio hombre. El alma humana, creada naturalmente para considerar el Universo, es por esta misma razón propensa con la mayor vehemencia, por el más profundo y obstinado impulso de todo su ser, a la contemplación de lo que el Universo tiene de más esencial: los otros hombres. Todo el Paraíso, con sus delicias, era inadecuado para el hombre antes de la creación de la mujer: “no era bueno” para el hombre permanecer solo en él. En esta propensión esencial del hombre para lograr en la tierra lo que hará en el cielo, está incluida la necesidad de conocer y entablar contacto con otros hombres. Y en esto está, desde el punto de vista del alma —es decir, del más importante de los puntos de vista atinentes al hombre— la verdadera necesidad de la vida social.

Las funciones de conocer, amar, alabar y servir a Dios en el espejo de la creación deben tener naturalmente en las condiciones de la vida terrena, como el objeto más constante, más rico, más vivo, más directo, aquellos cuyas almas son la imagen y semejanza misma de Dios.

Contemplando un bello cristal se pueden comprender las excelencias de Dios

¿Cómo se realizan estas operaciones? Conociendo mejor al prójimo, que es la semejanza de Dios, nos conocemos mejor a nosotros mismos y al propio Dios. Al asimilar en nosotros las virtudes del prójimo, enriquecemos nuestra alma con algo que le es del todo connatural, y que con un alto grado de realidad refleja a Dios. Así, es innegable que podemos tener alguna idea del amor al considerar la protección que la gallina da a sus polluelos, y con esto podemos crecer en virtud. Pero mucho más perfecta será nuestra idea, mucho más decisivo generalmente el estímulo, si consideramos a una madre protegiendo a su hijo. Esto para formarnos una idea del amor humano o principalmente del amor divino.

La contemplación no es solo conocimiento, sino también amor. Una de las afirmaciones más encendidas y más irresistibles de nuestra sociabilidad radica en esta necesidad de amar y de ser amado, que es inseparable de la naturaleza de cada hombre.

Nuestro amor se vuelve hacia las cosas del reino mineral, del reino vegetal, del reino animal con cierta adecuación. Podemos amar un bello cristal que encontramos a flor de tierra durante un paseo; más adecuadamente amamos una planta, una rosa por ejemplo; la palabra amor se enriquece en un sentido mayor cuando tiene por objeto a un animal; el perro, por ejemplo, compañero fiel en los días buenos y malos. Pero solo es propiamente amor cuando tiene por objeto a un ser de nuestra especie. Este último amor, incomparablemente más grande que los otros que acabamos de enumerar, nos da una idea del amor que debemos a Aquel que es el Ser absoluto, el Ser por excelencia, el Ser que contiene en sí sustancialmente todas las perfecciones.

La contemplación no es mero conocimiento, ni mero amor: también es asimilación. Porque lo propio del amor es producir la asimilación entre dos seres. Por eso se nota en el hombre, como uno de los rasgos más esenciales de su naturaleza, una profunda capacidad de ser influenciable por otros hombres, especialmente por aquellos a los que admira. Imitar es una tendencia propia de todos y está lejos de ser, en sí misma, algo degradante o ridículo.

Puede haber imitaciones que tienen por objeto a personas indignas. Puede haber imitaciones que tienen por objeto a personas dignas, pero cuyas propiedades alguien trata de asimilar de manera excesivamente exacta y, por lo tanto, en lo que es inconfundible en una persona e infranqueable para otra. Son los errores que existen en la operación de imitar, como en cualquier otra operación humana. Pero, en sí mismo, imitar, asimilar, es una función legítima, constante en la mente humana, es una satisfacción a las exigencias más profundas de nuestro ser.

Si asimilamos lo que debemos, si imitamos a quien debemos, nos perfeccionamos y aumentamos nuestra semejanza con Dios, reflejado en el espejo de sus criaturas. Imitar, servir de ejemplo, son obligaciones de cada hombre, operaciones esenciales al engrandecimiento  del alma, inherentes profundamente a la vida social de las almas. Son formas dispuestas por la propia Providencia, y dotadas por ella de una eficacia relevante, para el ejercicio de las potencias del alma, el desarrollo del espíritu y la conquista de aquella perfección que es el vestido nupcial con el que nos habilitamos para el perfecto festín del alma, que es la perpetua contemplación de Dios.

Realizar una especie de transfiguración de la materia por la iluminación interior del alma

¿Cómo se da esta comunicación entre las almas? En otros términos, ¿cómo viven ellas su vida social?

Cuando dos personas están en contacto entre sí, por más que sean desiguales en inteligencia, instrucción o fuerza de persuasión, están en condiciones de ejercer entre ellas una influencia recíproca.

El cuerpo humano es un instrumento maravilloso para la expresión del alma. Todas nuestras ideas, incluso las más abstractas; todas nuestras emociones, incluso las más sutiles; son susceptibles de una expresión adecuada por la acción primordial de la palabra en sí misma, completada y enriquecida por la inflexión de la voz, por la expresión de la mirada, por los gestos, por la actitud del cuerpo, por el porte y hasta por el modo de andar. Virgilio nos dice que por el simple modo de andar, Dido se mostraba una diosa: Et incessu patuit Dea!

El poder de expresión del cuerpo, es acentuado por el traje y por el adorno. Este poder llega a ser tan grande, que pasa a veces y, por lo demás, erróneamente, por irresistible.

Cuando esta transparencia del alma en todo el modo de actuar y de ser del cuerpo se torna nítida, y sobre todo cuando tal transparencia revela un alma firme, clara, lógica, estamos en presencia de lo que se llama una personalidad. Tener personalidad, ser una personalidad, es tener una alma bastante desarrollada para dirigir, influenciar, brillar en todo el cuerpo material. Es realizar dentro del mero campo natural una especie de transfiguración de la materia por la iluminación interior del alma. Esto es una prefigura meramente natural, pero espléndida en sí misma, de la transfiguración sobrenatural, incomparablemente más radiante y más noble, que los cuerpos gloriosos tendrán en el cielo. De lo cual, Nuestro Señor en el Tabor y también algunos santos, nos han dado una visión sensible en esta tierra de exilio.

Las disposiciones del alma también se comunican a los objetos

El alma no se expresa solo a través del cuerpo. Las formas, los colores, los sonidos, los olores, los sabores tienen una analogía que no es meramente convencional con las disposiciones del alma humana. Por eso las palabras utilizadas para designar los estados del alma humana se usan comúnmente para designar, por analogía, las propiedades de los seres animales, vegetales o minerales. Se puede hablar del canto alegre de un pájaro, del aspecto risueño de un ramo de flores o simplemente de un panorama; y ello de la misma manera que se habla de la risa alegre de una joven o de un niño. Se puede hablar de la majestad de un rey, como del águila o del trueno. Los ejemplos podrían multiplicarse casi hasta el infinito.

El poder de expresión del cuerpo, es acentuado por el traje y por el adorno. Este poder llega a ser tan grande, que pasa a veces por irresistible.

Dado lo anterior, el hombre puede aplicar su acción sobre los seres inferiores, comunicándoles una cierta expresión. Así, es cierto que las especies animales domesticadas por el hombre reciben de él una cierta amenidad de comportamiento, una cierta compostura, que las distingue de sus congéneres salvajes por diferencias muy semejantes a las que distinguen al hombre civilizado del bárbaro.

Ciertos animales, como los gatos de angora o los perros lulús de Pomerania, por ejemplo, toman un cierto aspecto “distinguido” que es evidentemente afín con los ambientes humanos en que viven. Una acción del mismo género también puede ser desarrollada por los hombres sobre ciertas plantas, en las que se distinguen las especies silvestres y las cultivadas, antes diríamos las culturizadas. Una cierta expresión del alma, el hombre puede incluso comunicarla a seres perfectamente inanimados: cuando pinta, por ejemplo, un cuadro que tendrá una expresión que de ninguna manera preexistía en el lienzo, el pincel o las pinturas.

Y tal es el alma humana, que lo propio del hombre es comunicar una tal o cual expresión a todos los objetos a su alrededor. Porque estamos hechos de alma y cuerpo, queremos que los objetos que sirven a nuestro cuerpo le hablen al alma también. Un mueble cómodo es el que sirve solo al cuerpo: un mueble elegante es el que también sirve al alma. Un tejido resistente, agradable al tacto, adecuado al clima, satisface al cuerpo. Pero el alma tiene sus propias exigencias y pide que sea bello.

Al entrar en una sala, parece que sentimos la personalidad de quien la decoró

Las observaciones anteriores nos llevan a una noción esencial, que es la de ambiente.

Cuando a veces entramos en una sala, parece que sentimos la personalidad de quien la decoró. Decimos que tiene ambiente. ¿Qué significa eso? Es la expresión de alma que, a través del juego de formas y colores, una persona logró comunicar a objetos materiales.

En esto, como en todo, el hombre imita a Dios. Cuando contemplamos ciertos panoramas marítimos, cuando por la noche miramos al cielo, sentimos una expresión de alma que se desprende de este mundo: es el ambiente creado por Dios, y a través del cual Él se expresa a nuestros sentidos.

Sería aún más fácil ejemplificar con sonidos, perfumes o sabores. San Pablo escribió que el vino, bebido con moderación, alegra el corazón del justo. La Iglesia se vale de la música para formar nuestra piedad. El austero aroma del incienso le parece adecuado para ser respirado por nosotros en la oración. Por el contrario, sus moralistas siempre nos precavieron contra los perfumes voluptuosos que son capaces de excitar la molicie y la lujuria.

Consideremos ahora el ambiente en relación con el fin esencial de la contemplación, que es llevarnos a Dios.

Si los estados de alma son susceptibles de expresarse de esta manera, está implícito que las virtudes y los vicios también. A menudo se manifiestan en el rostro humano, en la inflexión de la voz, en el gesto, en el andar. Son susceptibles de marcar con su propia nota todo lo que el hombre hace o produce.

El Santo Rosario arma poderosísima Cristiandad II
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Tesoros de la Fe N°226 octubre 2020


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