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«Tesoros de la Fe» Nº 49 > Tema “Vírgenes”

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Santa Jacinta de Mariscotti

Ejemplo de una radical conversión


Después de una vida frívola y mundana, Jacinta de Mariscotti se convirtió radicalmente, transformándose en una gran santa dotada de los dones de obrar milagros y de profecía.


Plinio María Solimeo


Clarice de Mariscotti —como se llamaba Jacinta antes de entrar en religión— era hija de Marcantonio Mariscotti y Ottavia Orsini, condesa de Vignanello, lugar próximo a Viterbo (Italia), donde la santa nació al parecer el día 16 de marzo de 1585.

De sus padres muy virtuosos, recibió una profunda formación religiosa, correspondiendo a los anhelos de sus progenitores. Sin embargo, llegando a la adolescencia, Clarice se volvió vanidosa y mundana, buscando apenas divertirse. Su preocupación pasó a ser vestidos, adornos, entretenimientos.

Tal situación hizo con que su padre se preocupase mucho con la salvación de su hija. Como remedio, resolvió mandar a la vanidosa al convento, donde estaba su hermana mayor, que allá era un ejemplo de virtud. Clarice obedeció de mala gana. Mientras permaneció en el convento, alimentaba el deseo de salir de él lo más rápidamente posible para volver a la vida despreocupada y mundana de antes. Insistió tanto, que su padre acabó cediendo.

El mundo no da lo que promete

Pero en el mundo, a donde había vuelto, no encontró lo que esperaba. Los años corrían, las vanidades pasaban, y ella no encontraba quien le proporcionase la felicidad esperada. Ninguno de los juzgados “buenos partidos” de la región le daba atención a aquella joven atolondrada. Clarice vio aún a su hermana menor, Hortensia, casarse con el marqués romano Paolo Capizucchi, tomándole la delantera.

La familia insistió entonces para que ella regresara al convento, esta vez como monja. A disgusto retornó a aquel mismo en que estaba su hermana, de las religiosas de la Tercera Orden Regular franciscana.

En esa Orden tomó el nombre de Jacinta. Lamentablemente ella no dejó el mundo atrás de sí, sino lo trajo a la vida religiosa. Juzgando las celdas de las monjas muy pequeñas y pobres, mandó construir una especial para ella, de acuerdo con su posición social, y la adornó con lujo principesco, colocando cortinas, alfombras, objetos de oro y plata, así como una mesa de mármol. Todo eso, que podría quedar bien en un palacio, disonaba del ambiente de pobreza propio de aquel convento. Con tedio y mala voluntad, participaba de los actos comunes de la casa religiosa.

Voz de la Providencia, mediante el sufrimiento

En este género de vida muelle y engañoso pasó diez años, hasta que fue alcanzada por una grave enfermedad. Entonces los buenos pensamientos de su infancia le volvieron a la mente. Consideró el fuego del purgatorio y del infierno y tembló de terror. Comenzó, a los gritos, a llamar al confesor.

Precisamente pasaba en esa ocasión por el convento el P. Antonio Bianchetti, virtuoso sacerdote, muy enérgico y categórico. Fue instado a atender a la enferma. Pero, al penetrar en aquel cuarto lujoso, más propio de un palacio que de un convento, rehusó atender en confesión a la monja, diciendo que el paraíso no era hecho para los soberbios.

Jacinta, desesperada, llorando amargamente, le preguntó: “¿Entonces no hay ya salvación para mí?” “Sí —respondió el religioso— con tal que deje esos vanos adornos, esos vestidos suntuosos, y se haga humilde, piadosa, olvide el mundo y piense sólo en las cosas del Cielo”.

Al día siguiente, habiendo Jacinta cambiado su ropa de seda por un pobre hábito, hizo una confesión general con tantas lágrimas y gemidos, que manifestaban un verdadero arrepentimiento. Después fue al refectorio y se aplicó una fuerte disciplina delante de las hermanas, pidiéndoles perdón por los malos ejemplos que les había dado.

La gracia de la conversión completa

Pero Jacinta aún no había roto con todo. Le faltaba dejar el lujoso cuarto, al cual estaba muy apegada. Una nueva enfermedad —durante la cual vio a Santa Catalina de Siena, que le dio varios consejos— hizo que, esta vez, la ruptura con la vida antigua fuese total. Entregó todo lo que poseía a la superiora y se revistió con la mortaja de una monja que acababa de morir. Hizo el propósito de no ver más a sus parientes y amigos, a no ser por orden de la superiora, a fin de romper con todo aquello que le recordara su antigua vida. Desde entonces quiso ser llamada Jacinta de Santa María y no más de Mariscotti.

Su conversión esta vez fue radical: cambió su cama por un tronco de leña, teniendo como almohada una piedra. Se mortificaba día y noche, tomando tan ásperas disciplinas, que el suelo de su celda quedaba manchado de sangre. En memoria de las llagas del Divino Salvador, se causó llagas en los pies, en las manos y en el costado que reabría frecuentemente, y que sólo dejó cicatrizar por obediencia. Práctica ésta que, en una vocación especial de penitencia, se puede comprender, aunque no sea para ser imitada. Los viernes, en memoria de la sed que Nuestro Señor sufrió en la Pasión, se colocaba un puñado de sal en la boca. Su alimentación pasó a ser pan y agua. Durante la Cuaresma y el Adviento, vivía de verduras y raíces apenas cocidas al agua.

Después su conversión, pasó a tener tan bajo concepto de sí misma, que la volvía un ejemplo de humildad. Considerándose como la peor pecadora, escogió como patronos a santos que habían ofendido a Dios antes de convertirse, como San Agustín, Santa María Egipcíaca y Santa Margarita de Cortona.

Subpriora y Maestra de Novicias

Jacinta buscaba cualquier ocasión para humillarse. Frecuentemente iba al refectorio con una cuerda atada al cuello, y arrodillándose delante de cada monja, les besaba los pies pidiendo perdón por sus malos ejemplos pasados. Hacía los trabajos más repugnantes en el convento, barría las celdas, generalmente de rodillas, y soportaba alegremente las injurias de algunas hermanas que la llamaban loca y alucinada. Pedía a todas que rezasen por ella. Escribió a una religiosa: “Hace catorce años que yo cambié de vida. Durante ese tiempo yo recé algunas veces cuarenta horas seguidas, asistí todos los días a varias misas, y me encuentro aún lejos de la perfección. ¿Cuándo podré servir a mi Dios como Él merece? Rece por mí, amiga mía, para que el Señor me dé al menos la esperanza”.

A pesar de todo lo que hacía para ser despreciada, su virtud brillaba a los ojos de la mayoría de la comunidad, que la escogió como subpriora y Maestra de Novicias.

Evita un naufragio y convierte a un criminal

La fama de su virtud traspasó los muros del convento y se propagó por toda la región. Dios la dotó del don de hacer milagros. Cierto día, por ejemplo, algunos de sus coterráneos hacían un viaje en alta mar, cuando fueron sorprendidos por una terrible tormenta. En la inminencia de zozobrar, uno de ellos exclamó: “Oh hermana Jacinta, venga a nuestro socorro o pereceremos”. En el mismo instante los pasajeros vieron a una monja franciscana de hábito blanco, que amainaba las ondas y dirigía con fuerza sobrenatural la embarcación al puerto. Habiendo uno de ellos ido después al convento para agradecer tamaño beneficio, la superiora mandó llamar a la Hna. Jacinta: “Fue ella quien nos salvó”. La santa huyó del locutorio para no ser alabada.

Para convertir pecadores ella se volvía de una elocuencia irresistible, que iba directo al corazón de los más empedernidos. Una de las conversiones operadas por ella, que más ruido ocasionó, fue la de un soldado de fortuna llamado Francisco Pacini, tristemente célebre por su insolencia, crueldad y falta de pudor. La santa había oído hablar de él y resolvió convertirlo. Para eso, hizo oraciones y ayunos especiales durante varios días. Después escribió al facineroso, pidiéndole ir al convento a tratar de un asunto de la mayor importancia. Al recibir el mensaje, Pacini respondió con desprecio que había jurado jamás poner los pies en un convento. Pero Jacinta no se dio por vencida. Pidió a un pecador convertido, que había sido amigo de Pacini, que lo fuese a buscar e intentase convencerlo de ir al convento. Como Pacini se rehusase perentoriamente, el otro, con fino sentido psicológico, le dijo: “¡Cómo has cambiado! ¡Ya no osas ni siquiera enfrentar la mirada de una mujer!” Temiendo ser ridiculizado como cobarde, el bandido resolvió ir al convento, prometiendo hacer a la osada monja arrepentirse de su temeridad. Pero no contaba con la gracia de Dios. Apenas puso los pies en el locutorio y vio aquella pobre monja, comenzó a temblar. Y a medida que ella le hablaba del horror de sus crímenes y del castigo que merecían de Dios, él se fue transformando, cayó de rodillas y prometió confesarse. Lo que hizo al domingo siguiente, que era el de Pasión, con los pies descalzos y una cuerda al cuello, colocándose en el medio de la Iglesia y pidiendo perdón a todos por sus crímenes y escándalos. Más tarde revistió el hábito de peregrino y consagró su vida a Dios.

El Palacio de los Papas, en Viterbo; a la izquierda, los muros de la catedral

Celo reformador y ardorosa caridad

Del mismo modo, ella reformó muchos conventos con cartas escritas a las superioras relajadas, amonestándolas de los castigos que las amenazaban. Fue por sugerencia suya que la duquesa de Farnesio y de Savella fundó dos monasterios de clarisas, uno en Farnesio, otro en Roma.

La caridad de Jacinta hacia los pobres era proverbial. No teniendo voto de clausura, ella salía para visitarlos en sus propios tugurios, llevándoles siempre el auxilio espiritual, más allá del material. Su grande aprecio por la nobleza se patentaba en la asistencia que proporcionaba especialmente a los nobles empobrecidos y vergonzantes.

Tenía una gran devoción a la Santísima Virgen y a San Miguel Arcángel, que la asistió varias veces con su poder contra los embustes del demonio. Veneraba especialmente el Santo Sacrificio de la Misa, viendo en él, como de hecho lo es, la renovación incruenta del sacrificio del Calvario.

Junto al don de hacer milagros, fue dotada también con el de profecía.

Jacinta de Mariscotti entregó su alma a Dios el día 30 de enero de 1640. Fue beatificada en 1762 por Benedicto XIII de la familia de los Orsini, a la cual pertenecía su madre, y canonizada en 1807 por Pío VII.     


Fuentes.-

1. Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, d’après le Père Giry, París, Bloud et Barral, Libraires-Éditeurs, 1882, tomo II, pp. 348-356.
2. Manuel de Castro  O.F.M., Santa Jacinta de Mariscotti, in Santoral Franciscano.





  




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