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El Milagro de la Santa Casa de Loreto
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Peregrinando dentro de una mirada

Plinio Corrêa de Oliveira

“Esta imagen es la imagen de la
 presencia sacrosanta de
Nuestra Señora de Fátima”
(Plinio Corrêa de Oliveira)

Fisonomía igual no conozco. La tengo bien cerca de mí, y movido por el arraigado hábito de observar y explicar todo para mi propio uso, fijo la atención en ella. Y de repente siento que me introduzco en ella.

Sí, esa fisonomía única como que emana del rostro y especialmente de los ojos. Me envuelve en el ambiente que ella crea. Al mismo tiempo, me convida a penetrar en su mirada.

¡Qué mirada! Ninguna tan limpia, tan franca, tan pura, tan acogedora. En ninguna se penetra con tal facilidad. Sin embargo, también ninguna presenta profundidades que se pierden en tan lejano horizonte. Cuanto más se camina dentro de esa mirada, tanto más atrae hacia un indescriptible ápice interior y profundo.

¿Qué ápice? Un estado de alma que me inclinaría a definir como lleno de paradojas, si la expresión no muriese en mis labios por irrespetuosa.

*     *     *

Toda perfección –dice la Escolástica– resulta del equilibrio de contrarios armónicos. De ningún modo es un equilibrio precario entre contradicciones flagrantes (y, al decirlo, pienso en esta pobre paz, esclerótica y vacilante, que el mundo contemporáneo intenta preservar a costa de tantas concesiones y tantas vergüenzas) sino una armonía suprema entre todas las formas de bien.

Es precisamente este vértice, en el cual todas las perfecciones se conjugan, el que veo erguirse en el fondo de esa mirada. Vértice incomparablemente más alto que las columnas que sustentan el firmamento. Vértice desde lo alto del cual un imperativo cristalino, categórico, irresistible, excluye toda forma de mal, por más leve y menudo que sea.

Podría alguien pasar la vida entera caminando dentro de esa mirada, sin jamás tocar ese vértice. ¿Caminata inútil? No. Dentro de esa mirada no se anda, se vuela. No se pasea, se peregrina.

Aquella montaña sagrada, compendio de todas las perfecciones creadas, el peregrino, sin jamás alcanzarla, cada vez la ve más claramente a medida que vuela en dirección a Ella.

A lo largo de esta peregrinación del alma, la mirada en la cual vuela, ya no solamente lo envuelve. Sino que penetra en él. Cuando el peregrino cierra los ojos, juzga verla a manera de luz en lo más profundo de sí mismo. Tengo la impresión de que, si durante toda la vida, él fuese fiel en ese vuelo, cuando cierre definitivamente los ojos, esa luz brillará en el fondo de su alma por toda la eternidad.

La mirada es el alma de la fisonomía. ¡Qué fisonomía la que tengo frente a mí! A un tonto le parecería inexpresiva. A un observador diestro ella le manifiesta una plenitud de alma mayor que la Historia, porque toca en la eternidad. Mayor que el universo, porque refleja el infinito.

La frente parece contener pensamientos que, partiendo de un Pesebre y terminando en una Cruz, abarcan todo el acontecer humano.

Toda la faz, la nariz, cuya línea posee un encanto “más bello que la belleza”, según dice el Poeta, los labios silenciosos, pero que lo dicen todo a cada momento, parecen alabar a Dios en cada criatura según las características de cada una; y pedir a Dios por cuánta miseria como si fuese a condolerse de las peculiaridades de cada uno... Estos labios tienen una elocuencia cerca de la cual la de Demóstenes o la de Cicerón no serían sino barullo.

Qué decir del cutis: ¿níveo? El calificativo lo dice todo y no dice nada. Pues, para describirlo seria necesario imaginar un níveo que dejase relucir en su profundidad, con discreción infinita, todos los matices del arco iris, y con eso mismo inspirase en el alma de quien lo contempla todos los encantos de la pureza.

Sí, peregriné en esta mirada tan llena de sorpresas. E, inesperadamente, me di cuenta que su mirada peregrinaba al mismo tiempo dentro de mí. Pobre y misericordiosa peregrinación, no de esplendor en esplendor, sino de carencia en carencia, de miseria en miseria. Basta abrirme a ella que, para cada defecto me ofrece un remedio, para cada obstáculo una ayuda, para cada aflicción una esperanza.

¿Pero, al final, a quién tengo frente a mí? A una imagen de madera como tantas otras, sin ningún valor artístico especial.

Pero, sin embargo, basta mirarla que, sin moverse, sin la menor transformación, esa Imagen comienza a hacer lucir todos esos esplendores.

¿Cómo? No lo sé tampoco.

Es la imagen de Nuestra Señora de Fátima, que vertió lágrimas en Nueva Orleans, a propósito de los pecados de los hombres y de los castigos que éstos acumulan sobre sí.