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La sociedad humana presentaba en la primera parte de este siglo, esto es, hasta 1914, un aspecto brillante. El progreso era indiscutible en todos los terrenos. La vida económica había alcanzado una prosperidad sin precedentes. La vida social era fácil y atrayente. La humanidad parecía caminar hacia una era de oro. Algunos síntomas graves, sin embargo, contrastaban con los colores risueños de este cuadro. Habían miserias materiales y morales. Pero pocos eran los que medían en toda su extensión la importancia de estos hechos. La gran mayoría esperaba que la ciencia y el progreso resolviesen todos los problemas. La Primera Guerra Mundial vino a oponer un desmentido terrible a éstas perspectivas. En todos los sentidos, las dificultades se agravaron incesantemente hasta que, en 1939, sobrevino la Segunda Guerra Mundial. Y así llegamos a la condición presente, en que se puede decir que no hay sobre la Tierra una sola nación que no esté enfrentando, en casi todos los campos, crisis gravísimas. En otras palabras, si analizamos la vida interna de cada nación, notamos en ella un estado de agitación, de desorden, de efusión de apetitos y ambiciones, de subversión de valores, que si aún no es la franca anarquía, en todo caso camina hacia allá. Ningún estadista de nuestros días supo aún presentar un remedio que cierre el paso a este proceso mórbido de envergadura universal. El elemento esencial de los mensajes de Nuestra Señora y del Ángel de Portugal en Fátima, en el año 1917, consiste justamente: en abrir los ojos de los hombres para la gravedad de esa situación, en enseñarles su explicación a la luz de los planes de la Providencia Divina; y, en señalar los medios necesarios para evitar la catástrofe. Es la propia Historia de nuestra época y, más aún, su futuro, el que nos es enseñado por la Madre de Dios. El Imperio Romano de Occidente terminó con un cataclismo iluminado y analizado por el genio de un gran Doctor que fue San Agustín. El ocaso de la Edad Media fue previsto por un gran profeta, San Vicente Ferrer. La Revolución Francesa, que marca el fin de los Tiempos Modernos, fue prevista por otro gran profeta y al mismo tiempo gran Doctor, San Luis Grignion de Montfort. Los Tiempos Contemporáneos, que parecen en la inminencia de terminar en una nueva crisis, tienen un privilegio mayor. Nuestra Señora vino a hablar a los hombres. San Agustín no pudo sino explicar para la posteridad las causas de la tragedia que presenciaba. San Vicente Ferrer y San Luis Grignion de Montfort buscaron en vano desviar la tormenta: los hombres no los quisieron oír. Nuestra Señora al mismo tiempo explica los motivos de la crisis y señala su remedio, profetizando la catástrofe en caso que los hombres no la escuchen. Desde todo punto de vista, por la naturaleza del contenido como por la dignidad de quien las hizo, las revelaciones de Fátima exceden pues, todo cuanto la Providencia ha dicho a los hombres en la inminencia de las grandes borrascas de la Historia. Los diversos puntos de las revelaciones relativos a este tema constituyen propiamente el elemento esencial de los mensajes. Lo demás, por importante que sea, constituye mero complemento.
Catolicismo, No 29, mayo de 1953 (extractos) |
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