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La Sonrisa, la Agonía y la Muerte del Hijo de Dios

Conservado desde hace más de tres siglos en el Santuario de San Damián, en Asís, el maravilloso Crucifijo de Fray Inocencio es objeto constante de la piedad de los peregrinos.

Ayudémonos de él para nuestra meditación de Semana Santa.

¿Qué os llevaría, Señor, a sonreír de lo alto de la Cruz? ¿Qué abismo de contradicción entre los dolores que de la cabeza a los pies os atormentan el sagrado Cuerpo, y esa sonrisa que aflora dulce, suave, tierna, entreabriéndoos los labios e iluminándoos el rostro? Sobre todo, Señor, ¡qué contradicción entre el abismo de dolores morales que inunda vuestro Corazón, y esa alegría tan delicada y tan auténtica que trasluce en vuestra Faz! Contra Vos, todo el océano de la ignominia y de la miseria humana se arrojó. No hubo ingratitud ni calumnia que os fuese escatimada. Predicasteis el Reino de los Cielos, y vuestra prédica fue rechazada por el vil apetito de las cosas de la tierra. El Demonio, el Mundo, la Carne, en infame rebelión contra Vos, os llevaron al patíbulo, y ahí estáis a la espera de la muerte.

Y, sin embargo, ¡sonreís!, Por qué?

Vuestros párpados están casi cerrados. Casi... Pero aún podéis ver algo. Y lo que veis es, Señor, ¡la mayor maravilla de la creación, la obra prima del Padre Celestial, un alma –y cuánta belleza puede haber en un alma, aunque lo ignore el materialismo de nuestro siglo– riquísima e íntegra en su naturaleza, colmada por todos los dones de la gracia, y santificada por una correspondencia continua y perfectísima a todos esos dones! Veis a María. Veis a vuestra Madre. Y en medio de todos los horrores en que estáis sumergido, tal es la maravilla que veis, que sonreís afectuosamente, para alentarla, para comunicarle algo de vuestra alegría, para expresarle vuestro infinito y sublime amor.

Vos veis a María. Y al lado de la Virgen Fiel, veis a los héroes de la fidelidad: al Apóstol Virgen, a las Santas Mujeres; la fidelidad de la inocencia y la fidelidad de la penitencia. Vuestra mirada, para la cual todo es presente, ve más, pues se dilata por los siglos, y os hace ver a todas las almas fieles que os han de adorar al pie de la Cruz hasta el día del Juicio. Veis a la Santa Iglesia, vuestra Esposa. Y por todo esto, sonreís con la sonrisa más triste y más jubilosa, la más dulce y la más compasiva sonrisa de toda la Historia.

El Evangelio nunca os presenta riendo, Señor. ¡Y sólo las almas que ignoran la carcajada grosera y baja, y que le tienen horror, poseen el secreto de sonrisas análogas a ésta!

Entre las miríadas de almas que siguiendo a María están al pie de la Cruz, y a las cuales sonreís, ¿está también la mía, Señor?

Humilde, genuflexo, reconociéndome indigno, sin embargo yo os pido que sí. Vos que no expulsasteis del Templo al publicano (cfr. Lc. 18, 6-20), por las oraciones de María, no apartaréis lejos de Vos a un pecador contrito y apesadumbrado. Dadme de lo alto de la Cruz un poco de vuestra sonrisa inefable, oh buen Jesús.

“Por las lágrimas de María,
Por las última agonía,
Tened de mí compasión”

Estos versos tan simples de un cántico religioso sin pretensiones se grabaron profundamente en mí. Y ellos me vienen a la mente al contemplar vuestra Faz puesta en agonía.

La última agonía... Qué fuerza en esta expresión. Cada etapa de la agonía es como que un fin, del cual brota no el fin, sino una otra agonía aún peor. Y así, de dolor en dolor, de auge en auge, se llega a la agonía extrema, en que la muerte va rompiendo los últimos y más profundos vínculos que unen el alma al cuerpo.

Última agonía de un cuerpo pavorosamente atormentado... agonía de un Alma en que la perfidia humana causó todas las tristezas que se puedan concebir. Es la parte más atroz de vuestra Pasión.

María Santísima, que todo lo ve y todo lo siente, llora. El Cielo se encapota. La tierra parece presta a estremecer de horror. El vocerío hiriente del populacho hostil busca impregnar de vulgaridad la escena sublime. Mientras tanto, un grito de dolor que parte de vuestro pecho sube hasta el Cielo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt. 27, 46).

Es la hora del triunfo supremo de la iniquidad. Es también la hora de la misericordia extrema, de las conversiones inesperadas y milagrosas. El alma del Buen Ladrón os va a esperar en el limbo. Y millones y millones de almas, por los méritos infinitos de vuestra última agonía, por el valor impetratorio de las lágrimas de María, en todos los siglos se van a convertir meditando en este paso de vuestra Pasión.

Entre estas almas, Señor, colocad la mía. Quebrad el hielo de mi voluntad tibia. Quemad mis viles condescendencias para con las pompas y obras de Satanás. Haced de mí un hijo de la Luz, fuerte, puro, intrépido, terrible para vuestros adversarios como si fuera un ejército en orden de batalla.

“Por las lágrimas de María,
Por las última agonía,
Tened de mí compasión”

Todo se acabó: “consummatum est” (Jn. 19, 30). Vuestra cabeza pende inerte. Una paz majestuosa, suavísima y divina se muestra en todo vuestro Cuerpo. Estáis lleno de paz, oh Príncipe de la Paz.

Pero en torno de Vos todo es aflicción y perturbación. Aflicción extrema en el Corazón de María y en el puñado de vuestros fieles. Perturbación en el universo entero. El sol se oscurece, la tierra tiembla, el velo del Templo se rasga, los verdugos huyen. Pero Vos, estáis en paz.

Sí, porque todo se consumó. Porque la iniquidad mostró su infamia hasta el fin. Y porque Vos manifestasteis hasta el extremo vuestra divina perfección.

Por los méritos superabundantes de vuestra Pasión y Muerte, es dado a los hombres reconocer toda la belleza de la Luz y todo el horror de las Tinieblas. Para que sean hijos de la Luz e irreductibles enemigos de las Tinieblas.

Al pie de la Cruz, está María. Qué sublimes meditaciones se dan en lo íntimo de Aquella de quien narra el Evangelio que ya en los albores de vuestra vida terrena “guardaba en su corazón todas las cosas” a vuestro respecto (cfr. Lc. 2, 5l).

Inmaculado Corazón de María, Trono de la Sabiduría, comunicadme una centella, por pequeña que sea, de vuestra lucidísima y ardorosísima meditación sobre la Pasión y Muerte de vuestro Hijo, mi Redentor, para que yo la guarde como fuego sagrado y purificador, en lo íntimo de mi alma...


(Tomado de «Catolicismo» Nº 148, Abril de 1963).


Tiempo atrás –era el año de 1630– Fray Inocencio de Palermo, humilde fraile franciscano, resolvió esculpir un Crucifijo en ébano. Comenzó por el cuerpo, al que consiguió dar la forma deseada. Y dejó para el final el rostro, o sea, la parte más difícil de la tarea. ¿Qué aspecto darle? Era honda y brumosa la perplejidad del fraile. Una noche, se acostó con el alma cargada de incógnitas al respecto. Y cuando por la mañana se acercó a la obra que dejara inacabada, la encontró inesperadamente concluida, dotada de una maravillosa faz, hecha por un artista ignoto.

Era un rostro en que armoniosamente se fundían la delicadeza, la varonilidad y una unción sobrenatural, que bien lo tornaban digno de haber sido obra nocturna y misteriosa de un ángel. Rico en aspectos, conforme el ángulo en que se sitúe el observador se ve sonriendo, agonizante o ya muerto al Divino Crucificado.



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