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El Secreto Admirable del Santísimo Rosario – Extractos



En Fátima, la Santísima Virgen dijo a los tres pastorcitos “Quiero que recéis el rosario todos los días”. Sus palabras se revistieron de una seriedad e insistencia particular. En todas y cada una de las apariciones —seis en total, del 13 de mayo al 13 de octubre de 1917— la Madre de Dios les reiteró esa recomendación.

Y no lo hizo sólo con los labios. Lucía, Jacinta y Francisco, al describir la aparición que habían tenido en un descampado de la Sierra del Aire, conocido como Cova da Iría, declararon que la joven Señora tenía las manos juntas como para rezar, apoyadas en el pecho y orientadas hacia arriba. Detalle muy expresivo, de sus manos pendía un rosario con las cuentas blancas.

Lucía le preguntó a la Virgen si irían al cielo y Ella le respondió que sí, pero le advirtió que Francisco —para alcanzar tal gracia— “tiene que rezar muchos rosarios”.

A pesar de ser analfabetos y de su condición humilde, los niños habían aprendido tempranamente en casa a rezar el rosario. Sus padres les habían recomendado que, cuando llevaran las ovejas a pastar, rezaran el rosario después de la merienda y antes de ponerse a jugar. “Pero como todo el tiempo —narra Lucía en sus Memorias— nos parecía poco para jugar encontramos una buena manera de terminar rápidamente: pasábamos las cuentas diciendo solamente Avemaría, Avemaría, Avemaría. Cuando llegábamos al fin del misterio decíamos con mucha pausa sólo las palabra: Padre nuestro. Y así, en un abrir y cerrar los ojos habíamos rezado nuestro rosario”.

La Virgen no llamó la atención de los pastorcitos sobre ello, pero desde la primera aparición los niños pusieron de lado el “rosario relámpago” y comenzaron a rezarlo como se debe. Francisco, especialmente, se retiraba para rezar a solas sus rosarios y desagraviar a Nuestro Señor, que estaba tan ofendido por los pecados de los hombres.

El párroco de Fátima, padre Manuel Marques Ferreira, que se mostraba escéptico con relación a las apariciones, argumentaba: “No es posible que Nuestra Señora venga del Cielo a la tierra sólo para decir que recen el rosario todos los días”. En aquel entonces, ésta ya era la práctica de piedad más difundida en aquella región portuguesa. Sólo más tarde el buen sacerdote —y el mundo entero— comprenderían todo lo que estaba en juego en el pedido de la Virgen.

En el mes de julio, ante la expectativa de los videntes, la Señora les dijo: “En octubre diré quién soy y lo que quiero, y haré un milagro para que todos lo vean y crean”. Tal como lo prometió, en su memorable aparición del 13 de octubre, Ella se manifestó así: “Soy la Virgen del Rosario”; y a continuación operó el extraordinario “milagro del Sol” ante más de 70 mil personas presentes en la Cova da Iría.

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Fátima ha sido, y lo es cada vez más, un estímulo para que recemos el santo rosario. Pero para nuestro mayor provecho espiritual, es necesario que conozcamos más a fondo sus maravillosos secretos.

Nadie mejor para explicarnos sus excelencias que el gran San Luis María Grignion de Montfort (1673-1716), ardentísimo predicador de María, tal como lo hace en su insuperable obra El secreto admirable del Santísimo Rosario.

En las ocasiones especialmente difíciles en que parecen faltarnos las fuerzas, debemos elevar nuestros corazones a Dios y rezar con la confianza previa e inquebrantable de que las gracias no nos faltarán. El mismo Jesucristo nos dio de esto un sublime ejemplo, en su oración en el Huerto de los Olivos. Como fruto de ella, un ángel lo consoló y Él cobró fuerzas, para continuar orando y llevar a cabo la excelsa obra de la Redención.

Rezar, pero con insistencia, todos los días, es el gran secreto de la victoria. “Quien reza se salva; quien no reza se condena”, decía San Alfonso María de Ligorio. En nuestro caso, probablemente tengamos que hacer como el beato Francisco de Fátima: rezar muchos rosarios para alcanzar el cielo. Y cuanto antes empecemos mejor.

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Rezar, ¿sólo para nuestra salvación individual? No, el Rosario ha sido y es también un medio precioso para que los pueblos alcancen la paz y el bienestar espiritual y material. Los ejemplos históricos abundan. Baste pensar que hace medio siglo, en 1956, la pequeña y simpática Austria se vio repentinamente libre del dominio comunista ruso, gracias a la Cruzada Reparadora del Santo Rosario.

Hoy, las naciones de todo el mundo gimen bajo la amenaza de múltiples factores de disgregación religiosa y moral, familiar y social, y nuestra Patria no es excepción.

Saliendo al encuentro de esa apremiante necesidad, la campaña El Perú necesita de Fátima se complace en presentar al público peruano este libro, que condensa la obra El secreto admirable del Santísimo Rosario, uno de los más inspirados escritos de San Luis María Grignion de Montfort. Esta versión abreviada transcribe intactos los pasajes esenciales del tratado, remitiendo al lector, para mayor provecho aún, a la obra completa del eminente santo y doctor mariano.



San Luis María Grignion de Montfort nació en Francia, en 1673. De familia pobre, le faltaron los recursos para costear los estudios necesarios para el sacerdocio, al que aspiraba desde niño. Se dirigió a París, donde ejerció el oficio de velar cadáveres en la parroquia de San Sulpicio ciertas noches de la semana, para pagar su pensión en el seminario. Después de un curso brillante, fue ordenado sacerdote el año 1700.

Dadas las dificultades surgidas en su apostolado en Francia, y movido por el deseo de anunciar el Evangelio a los gentiles, San Luis María se dirigió a Roma para pedir una directriz al Papa Clemente XI. Éste determinó que volviese a su patria, a fin de dedicarse a predicar a la población católica necesitada de catequesis y edificación. Entregándose por entero a esa actividad durante los diez años que aún vivió, el santo insistía particularmente en la renuncia a la sensualidad y al mundanismo, en el amor a la mortificación y a la Cruz, en la devoción filial a Nuestra Señora. Predicó ardientemente el Santo Rosario.

Víctima de los ataques furibundos de los calvinistas y de los jansenistas, fue objeto de severas medidas por parte de un número no pequeño de obispos franceses, que no le querían como misionero en sus diócesis.

La muerte le llegó en 1716, cuando contaba apenas con 43 años de edad. En 1947 fue canonizado por el Papa Pío XII.