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«Tesoros de la Fe» Nº 121 > Tema “Viudas”

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Santa Paula Romana

Digna discípula de San Jerónimo


Oriunda de una de las mejores familias de la aristocracia romana. Viuda, se dedicó al estudio de las Sagradas Escrituras bajo la dirección de San Jerónimo, y con él fundó monasterios

Plinio María Solimeo


Santa Paula y Santa Eustaquia, escuchan a San Jerónimo


El gran doctor de la Iglesia San Jerónimo hace el siguiente elogio de aquella que fue su discí-pula e imitadora: “Aunque todos los miembros de mi cuerpo se convirtieran en lenguas y fuesen capaces de hablar con voz humana, nada podría yo decir que fuese digno de las virtudes de la santa y venerable Paula. Noble de nacimiento, más noble aún por la santidad; antes poderosa por sus riquezas, más ilustre hoy por la pobreza de Jesucristo”.1

Santa Paula nació en Roma el 5 de mayo de 347, durante el pontificado de San Julio I, en el reinado de los emperadores Constante y Constancio, en pleno desarrollo de la Iglesia, salida de las catacumbas hacía apenas 34 años.

Con la riqueza y la gloria, Paula encontró en su cuna la fe cristiana. Fue educada en el cristianismo por su madre, en un espíritu de verdadero amor por la Religión y profunda aversión a todo lo que se refería al paganismo aún pujante. En la gravedad y pureza de las costumbres, como convenía a una Patricia romana cristiana, Paula recibió, al par de una sólida formación religiosa, una educación intelectual y artística esmerada. De origen greco-romano, aprendió las dos lenguas de modo que podía leer los clásicos de ambas con igual facilidad.

Niña aún, pasaba con desdén frente a los ruidosos lugares donde campeaban las diversiones paganas, prefiriendo las catacumbas a los circos y teatros.

Gran dama, pero de vida inconsecuente

A los dieciséis años los padres la casaron con el noble Julio Toxocio, patricio romano de la familia de Julio César, alma noble y espíritu delicado, pero lamentablemente pagano. ¿Cómo pudo una familia piadosa planear tal alianza? ¿Deseo de prestigio y de fortuna, pasando por encima de todo? ¿O era movida por la idea de que Paula terminaría por convertir al marido? No lo sabemos. Dios, sin embargo, bendijo esa unión con cuatro hijas y un hijo, que daban las mejores esperanzas a la madre. En el auge de la felicidad y del lujo, Paula siempre se mantuvo honesta, pero se dejaba llevar por una vida fácil y mundana, sin pensar mucho en la eternidad.

De acuerdo con su situación social, paseaba por las calles de la Roma imperial en litera dorada portada por esclavas, vestida de seda y adornada de joyas, recelando colocar el pie en tierra para no ensuciar su delicado zapato. Pero, desdichadamente, se olvidaba de que tenía un alma inmortal que debía salvar. Al lado de esa vida lujosa y a veces inconsecuente, Paula era conocida como una mujer de conducta irreprensible, citada como modelo de dama de la vieja cepa patricia.

Paisaje con el embarco en Ostia de Santa Paula Romana (detalle), Claude Lorrain, s. XVII


Piadosa viudez consagrada a Dios

Estaba, sin embargo, en los planes de la Providencia que tal situación no fuese duradera. En efecto, el año de 379 una enfermedad le arrebató al esposo. En medio de la terrible probación, Paula fue tocada por la gracia y se decidió a vivir en el futuro sólo para Dios y sus hijos aún pequeños, en una viudez consagrada, a pesar de tener solamente 32 años de edad.

Para eso le ayudó mucho haber encontrado, en el seno de la corrompida sociedad de Roma, otra sociedad de igual nobleza, formada por viudas y vírgenes pertenecientes a las primeras familias de la Ciudad Eterna, que llevaban una vida de piedad y buenas obras bajo la dirección de Santa Marcela. Era el Cristianismo que, por la gracia de Dios, brotaba con exuberancia en las más altas clases sociales del Imperio.

Y así fue hasta que, el año 382, llegaron a Roma dos prelados, antiguos anacoretas del desierto —San Epifanio, obispo de Salamina, y Paulino, obispo de Antioquía— para tomar parte en un concilio convocado por el Papa San Dámaso a fin de tratar asuntos de la iglesia de Oriente. Los acompañaba un monje, Jerónimo, que ya entonces había dado mucho que hablar de sus virtudes.

Santa Paula hospedó a San Epifanio en su palacio, oyéndolo hablar sobre los padres del yermo y de la vida monástica en general. Ella compartía con Santa Marcela todo lo que oía, y ambas estudiaban un modo de ir transformando su pequeño “convento” según ese modelo ideal.

Terminado el concilio, los dos obispos regresaron a Oriente, pero San Dámaso retuvo al monje Jerónimo como secretario, encargándolo de la revisión de las Sagradas­ Escrituras. Las nobles mujeres sacaron gran provecho de esa presencia tan santa, tomando como maestro al mortificado monje.

Así tuvieron su origen las “reuniones del Aventino”, es decir, del palacio de Santa Marcela, donde San Jerónimo dio conferencias sobre teología y estudios bíblicos. Sus aristocráticas alumnas eran muy atentas. Dice San Jerónimo: “Lo que yo veía en ellas de espíritu, de penetración, al mismo tiempo que de encantadora pureza y virtud, no sabría decirlo”.2

Paula asistía a las conferencias con sus hijas, oyendo al monje con la mayor atención. Jerónimo poco a poco comprendió que aquella alma predestinada era llamada a la más alta perfección, y la incentivó a proseguir con decisión en ese camino.

La digna matrona, sintiéndose llamada a una vocación especial, había abandonado el lecho de plumas, los vestidos de seda y las joyas deslumbrantes, cambiando todo por una túnica de lana y cilicios. Ella recogía a los pobres sin hogar, vestía a los miserables, proveía de alimentos y medicina a los desamparados.

San Jerónimo, que era enérgico y un tanto rígido para consigo mismo, no consentía en sus dirigidas una piedad apocada. Exigía de ellas grandes horizontes y esmerada virtud. Hasta les propuso que aprendieran hebreo, para estudiar las Sagradas Escrituras en la lengua original en que fueron escritas. Como “no era posible encontrar espíritu más dócil que el de Paula”, ella y sus hijas se empeñaron en tal labor. Con el tiempo, conseguirían cantar los salmos en la lengua en que fueroncompuestos y leer las Sagradas Escrituras en su original hebreo.

Paula, mientras tanto, no descuidó sus deberes domésticos y sociales. Madre dedicada, casó a su hija Paulina con el rico y virtuoso senador Pamaquio. La segunda, Blesilla, se casó, pero al poco tiempo enviudó y falleció piadosamente en 384, a los 20 años de edad. Su hija Rufina falleció el 386, quedándole la última, Eustaquia (santa), que acompañó a su madre al Oriente, donde falleció el 419. El único hijo de Paula, Toxocio, en un principio pagano, se bautizó el 385 y se casó el 389 con la patricia Laeta, hija del sacerdote pagano Albino. Fue padre de Paula, la joven, que el 404 se unió a Eustaquia en Belén, y el 420 cerró los ojos a San Jerónimo.

Roca en el Monte de los Olivos donde Jesucristo rezó y sudó sangre. Santa Paula murió en los Santos Lugares.


Junto al pesebre de Jesucristo

La virtud de Santa Paula no podía quedar impune para los mundanos. Pronto se difundió por toda Roma una campaña de calumnias sobre las relaciones de ella con San Jerónimo, lo que le obligó a retirarse a Tierra Santa. En la época, escribió a Santa Marcela: “Hesufrido horrorosamente, pero ¿qué importa esto para quien combate bajo el estandarte de Cristo? Me imputaron un crimen infamante, pero sé ir al reino de los Cielos tanto por la infamia cuanto por la buena fama”.3 Tales eran los rumores, que Santa Paula se vio obligada a dividir su patrimonio entre los hijos, reservando para sus buenas obras apenas una pequeña parte. Debido a esa campaña organizada contra ella, más las muertes de Blesilla y de San Dámaso el año 384, Santa Paula decidió emigrar también a Tierra Santa.

Dejó a sus hijos Toxocio y Rufina a cargo de Santa Marcela, y llevó consigo a la fiel Eustaquia, que quería compartir su suerte. El año 385, embarcaron al Oriente. San Jerónimo, que las había precedido, se unió a ellas en Antioquía. Santa Paula y su hija hicieron primero una piadosa y detallada peregrinación por los Santos Lugares, yendo después a Egipto a fin de edificarse con las virtudes de los anacoretas y cenobitas que poblaban aquella región, principalmente San Macario, San Arsenio y San Serapio. Después, cediendo a un deseo del corazón, fijó su residencia en Belén, como ya lo había hecho San Jerónimo.

Santa Paula edificó junto a la iglesia de la Natividad dos monasterios: uno femenino, del cual quedó como superiora, y en el cual entraron su hija y muchas de las viudas y vírgenes que la habían acompañado a Tierra Santa; otro masculino, que quedó bajo la dirección de San Jerónimo.

La vida en los dos monasterios estaba inspirada en la de los grandes anacoretas del desierto. San Jerónimo dice que “las que en otro tiempo gemían bajo el peso de las joyas y brocados andan ahora miserablemente vestidas, preparan los faroles, encienden el fuego, barren los pisos, limpian las legumbres, colocan en la olla hirviente las hierbas, preparan la mesa y corren de aquí para allá disponiendo de todo”.4 Santa Paula y Santa Eustaquia daban el ejemplo en todo, siendo las primeras en los trabajos más viles.

Una cosa no conseguía San Jerónimo: disminuir las liberalidades de Santa Paula hacia los pobres. Eso de tal manera, que ella quedó reducida a la miseria, y aún así tomaba prestado para poder atender a aquellos que recurrían a ella. Ella decía: “Dios es testigo de que no hago nada sino por su nombre, y que sólo tengo un deseo: morir en la miseria y ser enterrada en un sudario prestado”. San Jerónimo exclama admirado: “¡Qué cosa más admirable la virtud de esta mujer, opulenta antiguamente y hoy reducida a la última indigencia!”5

Paula y Eustaquia tuvieron amplia participación en los trabajos de San Jerónimo, como sabias secretarias y traductoras. No es exagerado decir que Santa Paula fue el alma de la gran empresa —la traducción de la Sagrada Biblia conocida como Vulgata. En efecto, ella se resentía de la escasez de la exégesis bíblica de los occidentales y presionaba al santo para que remediase a eso. Pero Jerónimo oponía siempre las repugnancias de su humildad. “Si bien que muy santa, Paula no dejaba de ser mujer, y de un espíritu fino y penetrante. Pues bien: le pidió al menos que escribiese alguna cosa sobre la menor de las epístolas de San Pablo, la dirigida a Filemón, aunque no fuese más que una página de cuarenta líneas. Jerónimo cayó en el lazo: hizo lo que le pedía, y el resto vino después. El ‘resto’ son sus grandes comentarios paulinos. ‘Para que veas lo que puede sobre mí tu voluntad’”.6

Tal vida virtuosa, tal muerte santa

El año de 395 los hunos, que cubrieron de ruinas el Imperio Romano de Occidente, cayeron como un rayo sobre el Oriente. Los habitantes de los dos monasterios, con Jerónimo y Paula, huyeron. Sin embargo los invasores volvieron atrás sin haber llegado al Líbano, y los fugitivos regresaron a sus monasterios.

Al final del año 403, Santa Paula cayó enferma. Sus mortificaciones habían debilitado su organismo no muy fuerte. Dice San Jerónimo: “Paula, como dice el Apóstol, había recorrido su carrera y guardado a Dios su fe. La hora iba a sonar para ella, de recibir la corona y seguir al Cordero a donde Él fuese. Ella, que tuvo el hambre sagrado de justicia, iba a ser satisfecha; y ya, alegre, podía cantar: ‘Todo lo que oímos de la ciudad del Dios de las virtudes, lo iremos a ver ahora’”.7

El obispo de Jerusalén y los de Palestina, y muchos monjes y vírgenes, acudieron junto al lecho de la digna agonizante. San Jerónimo y muchos sacerdotes y levitas ya rodeaban su lecho. La ilustre Paula Romana expiró­ santamente el día 26 de enero del año 404, a los 56 años de edad. 

Notas.-

1. Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, Bloud et Barral, París, 1882, t. XI, pp. 536-537.
2. Id., ib., p. 541.
3. Fray Justo Pérez de Urbel  O.S.B., Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid, 1945, t. I, pp. 173-174.
4. Id., ib., p. 176.
5. Id., ib., p. 177.
6. Id., ib., pp. 175-176.
7. Les Petits Bollandistes, op. cit., p.556.




  




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