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«Tesoros de la Fe» Nº 87 > Tema “Fundadores”

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Santa Luisa de Marillac

Discípula perfecta de San Vicente de Paul

La Providencia Divina unió las almas de estos dos grandes santos por encima de sus diferencias de condición social y de temperamento, para la fundación de dos admirables obras: la Congregación de las Hijas de la Caridad y las Cofradías de la Caridad

Alfonso de Souza


Animados por un mismo ideal, San Francisco de Sales y Santa Juana de Chantal fundaron la Congregación de la Visitación. Tal obra desempeñó un papel sobresaliente en la historia de la Contrarreforma católica en la Francia del siglo XVII. Junto a ellos actuó por algún tiempo San Vicente de Paul, cooperando con aquella magnífica realización. Posteriormente, San Vicente llevó adelante otra obra aún mayor, con una repercusión más universal que la del obispo de Ginebra y de la baronesa de Chantal.

Santa Luisa de Marillac fue dirigida espiritual y gran cooperadora de San Vicente. Desempeñó, con relación a él, un papel análogo al de Santa Juana de Chantal junto a San Francisco de Sales. El 15 de este mes se conmemora la fiesta litúrgica de esta gran santa.

Decadencia religiosa y miseria material

En el siglo XVII ya estaba avanzada la decadencia de la Edad Media, época que tan admirables frutos produjo para la Cristiandad. Las guerras de religión en Francia habían vuelto al país continuamente devastado, el campo sin cultivo, las fortunas arruinadas. Un sinnúmero de hambrientos y miserables se refugiaban en París, aumentando de modo alarmante la población de la capital.

“Los mendigos formaban ejércitos que se presentaban en grupos compactos, arma en puño y blasfemia en los labios, frente a las iglesias, exigiendo imperiosamente la limosna”.1

¿Qué podía hacer el Poder Público ante un mal tan grande? Muy poca y durable cosa.

Fue cuando la Providencia suscitó a ese hombre de estatura verdaderamente profética, San Vicente de Paul, que —secundado por almas exponenciales y de gran santidad, como Santa Luisa de Marillac— con sus obras de asistencia y misericordia comenzó a modificar el lúgubre panorama.

La infancia y la adolescencia de Luisa de Marillac fueron una sucesión de sufrimientos morales y espirituales. Huérfana de padre y madre, fue educada por su tío, Canciller del Reino de Francia. Hombre de gran piedad, la hizo progresar en las letras, artes y virtud. Sin embargo, dotada de una conciencia sumamente delicada, Luisa sufría de la terrible enfermedad espiritual de los escrúpulos.

A los 22 años, sintió el llamado para la vida religiosa, pero cedió al deseo de su tío y al consejo del confesor, casándose con Antonio Le Gras, oficial al servicio de la Reina. Antonio, no obstante, traía consigo los síntomas de la enfermedad que lo llevaría a la tumba doce años después.

Viuda a los 34 años, rica y piadosa, Luisa se dedicó por entero a los pobres. Le faltaba no obstante un director espiritual que la librara de los malditos escrúpulos, permitiéndole en fin volar para los altos horizontes a que se sentía llamada. San Francisco de Sales intentó esa tarea, pero los escrúpulos continuaban.

El encuentro de dos santos

Dos años después de la muerte del prelado, Santa Luisa conoció a San Vicente de Paul. En el primer encuentro, la impresión mutua de los dos santos fue negativa. La bella y elevada educación aristocrática de Luisa de Marillac la llevaba a ver en el padre Vicente a un campesino un tanto rústico y tristón. El sacerdote, a su vez, no se interesó por aquella gran dama. Ocupado, como vivía, con los pobres, no tenía en vista dirigir espiritualmente a personas de la alta sociedad. Esa primera impresión mutua, contrastante, se desvaneció poco a poco cuando cada uno fue descubriendo en el alma del otro los enormes tesoros que la gracia había depositado.

Se formó entonces aquella sociedad espiritual, que fructificaría después con tantos beneficios para la Iglesia y la sociedad. Donde San Francisco de Sales no consiguió nada, San Vicente de Paul triunfó, curando a la joven viuda de sus escrúpulos y forjándola como su mayor colaboradora en las obras de misericordia que emprendía, conduciéndola además a los páramos de la santidad. Santa Luisa, a su vez, se colocó por completo en sus manos. Fundó junto con él las Cofradías de la Caridad y la Compañía de las Hijas de la Caridad (de San Vicente de Paul), convirtiéndose en su gran auxiliar hasta que falleció el 15 de marzo de 1660, seis meses antes que su director.

La prisa de la dirigida, la lentitud del director

San Vicente de Paul —secundado por Santa Luisa de Marillac— logró modificar el lúgubre panorama de su siglo con sus obras de asistencia y misericordia

San Vicente de Paul, visitando las Cofradías de la Caridad del interior, iba reclutando a las jóvenes más virtuosas y aptas para destinarlas a las cofradías de París. Recibían ellas algunas rápidas lecciones sobre métodos curativos, cómo tratar a los enfermos, y hacían los ejercicios espirituales bajo la dirección de Santa Luisa, antes de iniciar el trabajo en la capital. La santa iba después a visitar e incentivar a cada una de ellas en su trabajo caritativo en las diversas parroquias.

Al crecer el número de jóvenes, San Vicente pensó en prepararlas para una especie de noviciado en la señorial casa de Luisa de Marillac. Ésta veía concretizarse así un sueño que había tenido muchos años antes, cuando Dios le mostró a muchas jóvenes que, dirigidas por ella, se entregaban al servicio de los pobres. Por eso, quería apresurar las cosas, formando de inmediato una sociedad religiosa.

Como dice uno de los biógrafos de San Vicente de Paul, “las prisas de Santa Luisa no entraban en la psicología del santo. Entre ambos se entabló por aquella época la batalla epistolar de la lentitud contra la prisa”. San Vicente intentaba refrenarla, pero sin enfriar el buen impulso que la estimulaba hacia adelante: “Deje a Dios obrar, y fíese de él... y verá cumplirse los deseos de su corazón”.2

El ángel de la dirigida apresura al del director

Presionado por Santa Luisa, San Vicente le escribió diciendo que, con frecuencia, el “buen ángel” de ella había hablado con el suyo, sugiriéndole la obra que iba a ser fundada. De ello, hablarían lo más pronto posible.

La prisa de Santa Luisa aceleró los planes de San Vicente. Y, finalmente, encontraron una fórmula: sus hijas no serían religiosas. Al componer, con Santa Luisa, las reglas de las Hijas de la Caridad, San Vicente excluyó de ellas todas las palabras que pudiesen dar idea de vida religiosa. No tendrían clausura, convento, ni apariencia religiosa. Se vestirían como las campesinas que aguardaban la fundación del instituto y servían en las Caridades.

Así, el día 29 de noviembre de 1633, se fundó la Compañía de las Hijas de la Caridad, cuyo espíritu debería ser de “simplicidad, caridad, humildad, mortificación, amor al trabajo... obediencia, pobreza y castidad”.3

Como los votos hacen parte de la esencia de la vida religiosa —aunque no basten para caracterizarla— San Vicente no tenía la intención que sus hijas los hicieran. No obstante, se convenció de lo contrario al leer en 1640 una fórmula de votos pronunciados por una Orden hospitalaria italiana concebidos en estos términos: “Hago voto y prometo a Dios guardar toda mi vida la pobreza, la castidad y la obediencia, y servir a nuestros señores, los pobres”. Los llevó adelante, pero poco a poco. Sólo dos años después permitió a Santa Luisa de Marillac y a otras cuatro hermanas que los pronunciaran. Posteriormente se permitió que también los hicieran las hermanas que tuvieran más de cinco años en la compañía.

Prudente sagacidad femenina vence la humildad del santo

Hubo una santa polémica entre los dos fundadores sobre a quién deberían quedar sujetas las hermanas. El santo no quería ponerlas bajo su dirección, sino someterlas a los obispos locales. Santa Luisa discordaba y con razón. Y sus argumentos tenían peso: alegaba los inconvenientes que advendrían a la institución si los obispos donde se estableciesen pusieran obstáculos, y la pérdida de la unidad de espíritu que ello acarrearía.

Luisa de Marillac, con astucia llena de buen espíritu, hizo intervenir en el asunto a la reina, Ana de Austria, obteniendo que ella escribiera a Roma para pedir al Papa que nombrara a San Vicente de Paul y a sus sucesores como superiores del Instituto. Así, esta vez, la prudente sagacidad de Santa Luisa prevaleció sobre la humildad de San Vicente de Paul...

Apartada la tentación de vanagloria

La fama de esta gran dama, apóstol de la caridad, se difundió por villas y ciudades; su entrada y salida en muchas de ellas se volvía un verdadero triunfo. En Beauvais, por ejemplo, el entusiasmo por ella no podía haber sido mayor: “Hasta los hombres, deseosos de escucharla, entraban furtivamente en la casa donde le hablaba a las señoras, se escabullían hasta cerca de la sala de conferencia, pegaban los oídos a las paredes de tabique, y salían maravillados de tanta prudencia y sabiduría. El pueblo de Beauvais se despidió de ella persiguiéndola con vivas y aplausos hasta las afueras de la ciudad. La multitud, rodeando su carruaje, estorbaba su marcha”.

Un milagro vino a confirmar en la fe a esa gente simple de aquella época en que la grandeza de alma y la virtud aún encantaban. Con la multitud rodeando el carruaje, de repente una niña cayó bajo sus ruedas en movimiento. A un grito de terror de los presentes, Santa Luisa elevó los ojos al cielo en oración. Pasado el carruaje, la niñita se levantó por sí misma, sin un arañón.

Estos triunfos, si de un lado alegraban al vigilante San Vicente, de otro lo dejaban preocupado en mantener la humildad de su dirigida, pues no hay mayor veneno para las obras de Dios que la vanagloria. A eso, sólo el alma sólidamente afirmada en la virtud puede resistir. En esas ocasiones, aconsejaba a Luisa de Marillac: “Una vuestro espíritu a las burlas, desprecios y malos tratos sufridos por el Hijo de Dios... En verdad, señora, el alma verdaderamente humilde se humilla tanto en las honras cuanto en los desprecios, y obra como la abeja, que fabrica su miel tanto del rocío que cae sobre el ajenjo cuanto del que cae sobre la rosa”.4

Las palabras del maestro son recogidas por su discípula

Semanalmente el fundador reunía a las Hijas de la Caridad en familiares reuniones en las cuales les hacía preguntas sobre las virtudes cristianas, los votos y las Santas Reglas. Él comentaba las respuestas confirmando, esclareciendo o corrigiendo algún punto. Su palabra “cálida, viva, simple, familiar, convincente, penetrante, instructiva y práctica” se dirigía “a la razón, al corazón y a la voluntad de aquellas 12, 50, 80 y hasta 100 hermanas que acudían todas las semanas, de las parroquias de París y suburbios, para recibir las lecciones del santo fundador”.5

Los restos de Santa Luisa de Marillac se veneran en la capilla de la Rue du Bac, en París

Santa Luisa de Marillac, viendo el tesoro que aquellas explicaciones encerraban, comenzó, con la ayuda de otras hermanas, a anotarlas con la mayor fidelidad. Tales notas fueron difundiéndose entre las Hijas de la Caridad por toda Francia, habiendo sido impresas las primeras colecciones en 1825. Gracias, por lo tanto, a la destreza de Santa Luisa de Marillac, poseemos aquellas reglas de sabiduría y sentido común emanadas de un santo, con toda la vivacidad y hasta el modo pintoresco con que las pronunció San Vicente de Paul.     


Notas.-

1. José Herrera y Veremundo Pardeo  C.M., San Vicente de Paul - Biografía y Selección de Escritos, B. A. C., Madrid, 1955, pp. 307-310.
2. Op. cit., pp. 265-266.
3. Op. cit., p. 267.
4. Op. cit., p. 248
5. Op. cit., p. 6.





  




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