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«Tesoros de la Fe» Nº 66 > Tema “Viudas”

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Santa Clotilde



Instrumento de la Providencia para la conversión de Francia; nación que mereció el título de Hija Primogénita de la Iglesia


Alfonso de Souza


En medio al caos provocado en la Europa de los siglos IV y V por la invasión de los bárbaros y la caída del Imperio Romano de Occidente, un pueblo comenzó a tomar relieve, liderado por un soberano adolescente aún pagano, Clodoveo. La conversión de este pueblo representaría una gran victoria para el cristianismo. De él surgiría la nación que más tarde fue denominada Hija Primogénita de la Iglesia, Francia. El papel de una princesa, Clotilde, como instrumento de la Providencia en esa obra, fue primordial.

El invicto Clodoveo se encuentra frente a los poderosos alamanes en el campo de batalla situado en la planicie de Tolbiac. De repente ve su ejército retroceder poco a poco en tal pánico que, en la fuga, unos guerreros atropellan a los otros. Desesperado, el monarca pagano comienza a clamar a sus dioses, pidiéndoles ayuda. En vano. Se acuerda entonces de su esposa Clotilde. Cayendo de rodillas, eleva sus ojos al cielo, y grita con toda el alma: “Oh Jesucristo, Dios de Clotilde. Si me concedes vencer a estos enemigos, yo creeré en ti y seré bautizado en tu nombre”. De ahí nació la Francia católica, a tantos títulos gloria de la Santa Iglesia.

¿Quién era esta Clotilde, cuyo Dios era tan poderoso? Es lo que veremos en este artículo.

Un lirio en medio del lodo de la herejía

Gunderico, rey de Burgundia, había muerto en una batalla contra los bárbaros, en defensa de la fe y de sus estados. Sus cuatro hijos, deseando gobernar, dividieron el pequeño reino. Sin embargo, poco tiempo después, dos de ellos, más ambiciosos y belicosos, se unieron a los feroces alamanes para invadir los reinos de sus otros dos hermanos. A uno de éstos, Chilperico, con sus dos hijos, le fue cortada la cabeza, y su mujer lanzada a un río con una piedra atada al cuello. Imposibilitadas de gobernar por la ley de sucesión, las dos hijas de Chilperico fueron perdonadas. Gundebaldo —uno de los hermanos invasores— las llevó a su corte y a pesar de ser arriano,1 permitió a sus dos sobrinas que continuasen profesando la verdadera religión.

La mayor de las hermanas, Fredegaria, tomó el velo religioso en un monasterio, donde terminó sus días en olor de santidad. Clotilde, la más joven, por “su dulzura, piedad y amor a los pobres, se hacía bendecir por todos aquellos que vivían a su alrededor”.2 “Esta joven princesa demostró una constancia admirable en medio de sus infortunios, y comenzó a brillar, como un milagro de honra y de virtud, por la santidad de sus acciones... Su porte era bello, sus maneras agradables, su rostro bien compuesto y de una belleza tan regular que no se podía ver nada de más bien acabado”.3

Celo apostólico en la corte de los bárbaros francos

La fama de tal virtud y belleza llegó al vecino reino de los Francos (después Francia), donde su joven y fogoso rey, Clodoveo pensó en desposar a la virtuosa princesa, a pesar de ser ella católica. Ciertamente influyó en esta decisión el obispo San Remigio, en quien el rey franco depositaba su entera confianza. Las bodas se realizaron el año 493 en Soissons, con toda la suntuosidad de la época.

“En el palacio del rey franco se instaló un oratorio católico, donde diariamente se ofrecían los Sagrados Misterios, a los cuales la santa asistía con singular devoción”.4

Un año después del matrimonio, Clotilde dio a luz a un heredero, y obtuvo de Clodoveo el permiso para bautizarlo. Pocos días después, el pequeño inocente fue para el Cielo. El rey, colérico, alegó que si él hubiese sido consagrado a sus dioses, no habría muerto. La reina protestó con firmeza diciendo que se alegraba por el hecho de que Dios los había juzgado dignos de que un fruto de su matrimonio entrase en el Cielo. Y que, en vez de entristecerse, ellos deberían alegrarse. Eso aplacó al rey.

Al año siguiente, Clotilde dio a luz a otro niño que, apenas bautizado, corrió peligro de vida. La reina se lanzó a los pies del altar y, por sus súplicas y lágrimas —que tenían más en vista la conversión del marido que evitar esta segunda muerte— obtuvo de Dios que se restableciera.

Grandiosa misión de convertir al rey

Las cualidades de esposa comenzaron a impresionar vivamente a Clodoveo. Pero él tenía un temperamento moldeado por la barbarie, y por lo tanto refractario a la Religión católica. Para obtener la conversión del marido y del reino, la piadosa reina se entregaba en secreto a grandes austeridades, prolongadas oraciones y una especial caridad hacia los pobres. Al mismo tiempo, “honraba a su real esposo y procuraba suavizar su temperamento belicoso con su mansedumbre cristiana”.5

Cuando Clodoveo venía a hacerle confidencias a respecto de planes de combate y sueños de grandeza, ella aprovechaba para hablarle del verdadero Dios. “Mientras no adorares el verdadero Dios —le decía ella— temeré que vuelvas de las batallas vencido y humillado. Hasta ahora no enfrentaste enemigos dignos de tu valor. Si, por desgracia, fueses cercado y acosado por un ejército más numeroso, en vano pedirás la ayuda de tus falsos dioses”. Clodoveo se contentaba con desviar la conversación para no indisponer a su esposa con blasfemias.

Siempre dispuesta a buscar e incentivar el bien, Clotilde se hizo amiga de Santa Genoveva, que entonces resplandecía en París por sus virtudes y milagros. A ella y a San Remigio encomendó también la conversión de su marido. Mientras tanto, se dedicaba a catequizar a sus damas, domésticos e incluso a algunos de los nobles francos que vivían en el palacio, hablándoles con la exuberancia de su corazón.

Conversión que alteró la Historia

Llegó finalmente, en la planicie de Tolbiac, la hora de la Providencia. Vimos cómo Clodoveo obtuvo la reversión de la batalla con el auxilio divino, y prometió convertirse.

Esta conversión fue rápida y sincera. No queriendo esperar su llegada a Soissons para instruirse “en la fe de Clotilde”, mandó llamar a un virtuoso eremita, San Vedasto, para que marchase a su lado, instruyéndolo en la fe católica.

Quiso Dios que el rey bárbaro comprobara una vez más, con sus propios ojos, la santidad de la Religión que le estaba siendo predicada. Al pasar por la villa de Vouziers, un ciego se aproximó para pedir limosna, y con solo tocar la túnica de San Vedasto, adquirió inmediatamente la visión.6

A la reina —que lo esperaba ansiosamente, pues Clodoveo ya había mandado la noticia de su conversión— le dijo: “El Dios de Clotilde me dio la victoria. ¡De hoy en adelante será mi único Dios!”

Curva la cabeza, sicambro

En la Navidad del año 496, Clodoveo, con tres mil de sus más valientes guerreros, ingresaron por el bautismo en la milicia del Dios de Clotilde. Recibieron igualmente el sacramento sus dos hermanas y su hijo bastardo, Teodorico. Al entrar el rey de los francos con el obispo de Reims en el baptisterio, le dijo éste las palabras que se volvieron famosas: “Curva la cabeza, altivo sicambro; adora lo que quemaste y quema lo que adoraste”.

En el momento en que San Remigio iba a proceder a la unción del rey con el óleo del Santo Crisma, bajó de la bóveda del templo una paloma trayendo en el pico una ampolla con aceite. El obispo, viendo en aquello una orden celestial, ungió con él la cabeza de Clodoveo.7 Con ese aceite serían ungidos después prácticamente todos los reyes franceses, hasta que la ampolla fue quebrada durante la nefanda Revolución Francesa.

“En pocos días, todo el reino de los francos entraba en la Iglesia, poniendo a la cabeza de su Código nacional aquel grito entusiasta que es una confesión de fe: ¡Viva Cristo, que ama a los francos!”  8

La conquista de París para la Cristiandad

Clodoveo envió embajadores al Papa Anastasio e hizo colocar su propia corona ante la tumba del Apóstol San Pedro, iniciando así la alianza entre Francia y la Iglesia. Animado por Clotilde, el rey mandó destruir los templos de los ídolos y construir en su Estado iglesias dedicadas al verdadero Dios. Favorecido también en las armas, Clodoveo conquistó la inexpugnable París, creciendo así su reino.

El amor que unía a los dos esposos se volvió, a partir de entonces, mucho más fuerte y sobrenatural, concediéndoles la Providencia otros dos hijos y una hija. Esta última, Teodequilda, es también honrada como santa, su fiesta se conmemora el día 3 de junio.

La reina Clotilde vigila la formación de sus hijos. La educación de los hijos de Clodoveo, Sir Lawrence Alma-Tadema, 1861 — colección privada.

Clotilde llevó a su esposo a emprender una guerra contra Alarico II (484-507), rey de los visigodos, que intentaba diseminar la herejía arriana en la región de Guyena. Clodoveo persiguió a esos perniciosos herejes, mientras Clotilde —que lo acompañó en aquella cruzada— cual nuevo Moisés, rezaba con los brazos elevados hacia el cielo por el éxito de la batalla. El rey visigodo fue muerto y su ejército desbaratado.

En fin, Clodoveo, extenuado por las fatigas y los trabajos de gobierno, fue atacado por una enfermedad mortal en París. Clotilde acudió a su lado, habiendo antes hecho llamar a San Severino, Abad. Éste, apenas con tocar la punta de su manto en el soberano, le recuperó totalmente los sentidos para recibir conscientemente los sacramentos y prepararse para la muerte. El rey franco falleció el 27 de noviembre de 511, a los 45 años de edad, 30 desde que subió al trono y 20 después de su matrimonio con Clotilde. La santa reina, después de copioso llanto, exclamó como verdadera cristiana: “Señor, de Vos yo lo recibí pagano; por vuestra misericordia, yo os lo entrego cristiano. ¡Que sea hecha vuestra voluntad!”

En la viudez, virtud heroica ante los sufrimientos

Parecía que la misión de Clotilde en la tierra estaba concluida. Quiso vivir sólo para Dios e hizo dividir el reino entre sus tres hijos y un hijastro. Se mudó después junto a la tumba de San Martín, en Tours, donde, dice San Gregorio de Tours, “se vio a una hija de rey, sobrina de un rey, esposa de un rey, y madre de varios reyes, pasar las noches en oración, servir a los pobres y proteger a las viudas y a los huerfanitos”.9

A la santa reina le quedaban más de 30 años de pruebas y sufrimientos crueles. Alentada por su propia experiencia, Clotilde había dado a su hija, que recibiera también su nombre, como esposa a Amalarico (510-531), rey de los visigodos, pretendiendo la conversión de aquel monarca. Pero un hereje siempre es peor que un pagano. La reacción del soberano arriano fue, por el contrario, de proporcionar toda suerte de persecuciones a su esposa, debido a la fidelidad de ésta a la verdadera religión. Sus vasallos, con permiso del rey, llegaban a lanzarle barro cuando ella iba a la iglesia.

Al tomar conocimiento de esos ultrajes, sus hermanos le declararon la guerra a Amalarico, que fue muerto. Trajeron entonces consigo a la segunda Clotilde. La virtuosa madre, no obstante, no volvería a ver a su hija sino en el Cielo, pues ésta, apesadumbrada de dolor, falleció en camino a su patria.

Milagros en vida, santa muerte

Santa Clotilde obró varios milagros aún en vida, como curaciones, convertir el agua en vino, hacer surgir una fuente en un campo árido, etc.

Sintiendo aproximarse la muerte, mandó llamar a sus dos hijos, exhortándolos a servir a Dios y a guardar su ley, a proteger a los pobres, a vivir juntos en perfecta armonía y a tratar a sus pueblos con bondad paternal. Habiendo hecho después profesión pública de su fe católica y recibido los sacramentos que la prepararon para la eternidad, entregó dulcemente su alma al Creador.     


Notas.-

1. Arriano: seguidor de las doctrinas de Arrio (250-336), sacerdote de Alejandría que cayó en herejía negando que las tres Personas de la Santísima Trinidad son absolutamente iguales en cuanto a la naturaleza y coeternas. Fue condenado por el I Concilio de Nicea (325).
2. Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, Mons. Paul Guérin, Bloud et Barral, Libraires-Éditeurs, París, 1882, t. VI , p. 416.
3. P. Simón Martín, Vie des Saints, Bar-le-Duc, Imprimerie de Madame Laguerre, 1859, t. II, p. 826.
4. Edelvives, El Santo de Cada Día, Editorial Luis Vives, Zaragoza, 1947, t. III, p. 345.
5. P. Jean Croiset, Año Cristiano, Calleja, Madrid, 1901, t. II, p. 751.
6. Cf. Edelvives, op. cit., t. III, p. 348.
7. Cf. Bollandistes, op. cit, t. VI, pp. 421-422; Edelvives, op. cit, t. III, p. 349.
8. Fray Justo Pérez de Urbel  O.S.B., Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid, 1945, t. II, p. 525.
9. Bollandistes, op. cit., t. VI, p. 422.





  




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