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«Tesoros de la Fe» Nº 55 > Tema “Santos de la Nobleza”

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Santa Isabel de Portugal

Modelo de reina, esposa y madre


En esta santa soberana de Portugal se conjugan el fulgor de la corona real con la virtud de una eximia caridad y un don especial como pacificadora, que caracterizaron toda su vida


Plinio María Solimeo


A Jaime I de Aragón, la Historia lo registra con los títulos de Conquistador, por sus glorias militares, y de Santo, por su admirable piedad. Había roto relaciones con su hijo y heredero Pedro (a quien le fue atribuido el sobrenombre de Grande) debido a su matrimonio, sin el consentimiento paterno, con la princesa Constanza hija del Rey de Sicilia.

Esta situación anómala terminaría de la forma más inesperada: Jaime I consideró al primer fruto de aquella unión, Isabel, una señal de predilección de su tía abuela, Santa Isabel de Hungría. El gran guerrero fue de tal manera conquistado por la recién nacida, que perdonó a su hijo y quiso ejercer la custodia de la niña a fin de guiarla en sus primeros años. Así comenzó, desde la cuna, la acción de la futura santa, nacida probablemente en 1271, en el palacio real de la Aljafería, en Zaragoza.

Se puede decir que la piedad nació en ella con el despertar a la vida; cuando lloraba como cualquier otro bebe, bastaba que alguien le mostrara un Crucifijo o una imagen de la Virgen para que se callase. De aquel pequeño ser emanaba tanta unción y suavidad, que las damas del palacio consideraban una gracia poder contemplarla.

A los cinco años de edad Isabel perdió a su virtuoso abuelo y volvió al hogar paterno, donde creció en gracia y santidad. A los ocho años ya recitaba diariamente el oficio divino.

La santa Reina da un gran impulso a Portugal

Isabel pensaba consagrar a Dios su virginidad, pero por una iluminación divina y la recomendación de su confesor comprendió que, como princesa, debería aceptar un esposo y hacer brillar en el trono las virtudes evangélicas. Por ello, contrajo matrimonio a los doce años con Dionisio I, Rey de Portugal.

En la corte portuguesa ella continuó siendo un modelo de virtud, como lo fue en la de Aragón. Su buen ejemplo llevó a muchas damas de la nobleza a vivir tan cristianamente como la Reina. La fama de ese buen ejemplo llegó rápidamente a todos los rincones de Portugal, excitando en todas partes una santa emulación.

Cuando Isabel entró a Portugal, ya éste había barrido de su territorio el yugo mahometano y ampliado sus fronteras hasta los límites actuales, entrando en una nueva era de paz y prosperidad. Dionisio reconstruyó ciudades devastadas por la guerra, fundó hospitales y escuelas, entre ellas la célebre Universidad de Coimbra. Restauró y construyó iglesias, orfanatos para los hijos de los que habían muerto en la guerra, y sobre todo se dedicó a la agricultura con tal ahínco, que recibió de la posteridad los títulos de Rey Labrador y Padre de la Patria. Evidentemente, Santa Isabel ejerció un gran papel en todo ello, lo que le valió en la época el calificativo de Reina de los Agricultores.

Dolor y paciencia ante infidelidades conyugales

Isabel fue un ejemplo de respeto, amor y obediencia al marido. Éste, aunque dotado de muchas cualidades que lo hicieron amigo de la justicia y de la verdad, se dejó llevar, cuando era joven, por malos ejemplos, manteniendo muchas relaciones ilícitas de las cuales nacieron varios hijos bastardos. La Reina, a quien le pesaba más la ofensa hecha a Dios, que a sí misma, y el escándalo público que representaba tal procedimiento, sufría y practicaba la virtud de la paciencia por las miserias morales del esposo, rezando y sacrificándose por él, y buscando atraerlo hacia una vida virtuosa. En bien de la verdad, es necesario decir que Dionisio supo comprender la grandeza de alma de su esposa, concediéndole total libertad tanto para sus devociones cuanto para la práctica de la caridad. Tal paciencia lo llevó finalmente a reconocer sus errores, enmendarse de su depravación y hacer penitencia por sus pecados.

Quien no sufría con la misma resignación por los pecados del Rey era el Infante Alfonso, su hijo, que deseaba noblemente hacer cesar el ultraje hecho a su madre. Cierto día, se declaró en abierta rebeldía contra su padre. Éste resolvió aprisionarlo por sorpresa y encerrarlo en una torre hasta el fin de sus días. La Reina descubrió el plan del marido y mandó alertar al hijo del peligro que corría. Algunos cortesanos malintencionados la acusaron ante el Rey de ser partidaria del hijo rebelde y auxiliarlo hasta con armas. Demasiado crédulo, el monarca expulsó a Isabel del palacio, la privó de todas las rentas y la desterró a la ciudad de Alenquer.

Alfonso solicitó el auxilio de Aragón y de Castilla contra su padre. La guerra civil era inevitable. Al tomar conocimiento del peligro de ese conflicto, Isabel abandonó Alenquer contra la orden de su marido y se dirigió a Coimbra, donde estaba el Rey. Lanzándose a sus pies, le suplicó perdonase al hijo. Dionisio la recibió con bondad y la autorizó a intentar establecer la paz con el hijo. La Reina fue a Pombal, donde el príncipe se encontraba al frente de sus tropas, y asegurándole el perdón del Rey, consiguió restablecer la paz.

Impresionante ejemplo de la justicia de Dios

La Reina tenía un paje muy virtuoso y prudente, digno de toda confianza, quien se incumbía de conceder a los pobres gran parte de sus limosnas. Otro paje, que lo envidiaba, le fue a decir al monarca que la confianza de la Reina por aquel paje era fruto de una inclinación pecaminosa. El Rey, que en aquel tiempo estaba entregado a una vida irregular, dio crédito a la calumnia, y planeó matar secretamente al referido paje. Cierto día, al pasar por un lugar donde había una fábrica de cal, llamó a los trabajadores y les ordenó que, cuando alguien viniese de su parte a preguntar si ellos habían hecho lo que el Rey había ordenado, que lo cogiesen y lo lanzasen al gran horno para que ahí pereciera.

Al día siguiente, Dionisio mandó al paje de la Reina ir a la fábrica a preguntar si lo que él había ordenado había sido hecho. Sin embargo, la Providencia velaba por el virtuoso joven. En el camino al pasar por una iglesia, el paje entró a rezar. Y al ver que iba a comenzar una Misa, permaneció algún tiempo para asistir a ella. Terminada la primera misa, comenzó una segunda, después una tercera, y el piadoso paje se quedó también en la iglesia para rezar durante el transcurso de ellas.

Mientras tanto, el Rey, llevado por la impaciencia, llamó a otro paje —providencialmente, el mismo calumniador— y lo envió a la fábrica, a fin de enterarse si su orden había sido cumplida. Inmediatamente los trabajadores se apoderan del infeliz y lo lanzan al horno.

El primer paje llegó después a aquel lugar y preguntó si la orden del Rey se había ejecutado, recibiendo una respuesta afirmativa. De regreso al palacio, fue a dar cuenta de su misión al soberano, quien se sorprendió al verlo con vida y quiso saber qué habría ocurrido. El paje le contó entonces que, cuando iba camino a la fábrica, pasó por la iglesia para hacer una oración rápida. Y que su padre, al morir, le había recomendado asistir a todas las misas que viese comenzadas. Por eso había asistido a tres misas sucesivas, y tan sólo después fue a ejecutar lo que el Rey había ordenado.

El monarca reconoció en el hecho el juicio de Dios, certificando la inocencia de la Reina, la virtud de su paje y la malicia del calumniador.

Numerosos milagros obrados aún en vida

La Reina Isabel realizó varios milagros aún en vida. Cierta vez en que por devoción lavaba los pies de los pobres, había una mujer con una úlcera que exhalaba un mal olor insoportable. Lavó y curó la herida y para vencer su repugnancia, la besó. Al contacto con los labios de la Reina, la herida desapareció.

Santa Isabel cura milagrosamente la úlcera de una mujer enferma

Cierta noche, durante el sueño, Isabel recibió una inspiración del Divino Espíritu Santo para edificar una iglesia en su honor. Mandó a unos arquitectos al lugar que le parecía más conveniente para estudiar la edificación. Ellos volvieron diciendo que los cimientos ya habían sido colocados y que se podía, por lo tanto, iniciar la construcción. Todos se sorprendieron con este hecho, pues hasta la víspera no había vestigio de esos cimientos. Teniendo en vista dejar constancia de tal prodigio para la posteridad, el Rey mandó levantar un acta de lo sucedido. Cuando la Reina acudió al lugar para ver el milagro, entró en éxtasis a la vista de muchos testigos.

Muy conocido es el milagro de las rosas. Isabel llevaba en un delantal dinero para socorrer a los pobres, cuando se encontró con su marido, el cual le preguntó qué guardaba. Isabel le respondió que eran rosas. Pero transcurría el invierno europeo en que toda la naturaleza parece muerta y, por lo tanto, no brotan las flores. Entonces el Rey quiso ver qué era lo que realmente llevaba en el delantal. La Reina lo abrió, y surgieron bellas y perfumadas rosas.

Dedicación heroica a raíz de la muerte del Rey

Estando el Rey enfermo, quiso ir de Lisboa a Santarem, para cambiar de clima. Durante el viaje, le aumentó mucho la fiebre. Anticipándose al desenlace, Isabel mandó que le avisaran a su hijo. Al llegar con el Rey a Santarem, no le abandonó ni de día ni de noche, atendiéndolo con sus propias manos. Estudiaba los momentos favorables para hablarle de Dios, del rigor del juicio divino, del horror a los pecados, de la compunción con que se debe detestarlos y de la pureza de conciencia con que uno se debe presentar delante de Dios. Al mismo tiempo, distribuía muchas limosnas por las intenciones del soberano y mandaba rezar oraciones especiales en todo el reino por él.

Ocurrida la muerte del Rey Dionisio, el 6 de enero de 1325, la Reina depuso las prendas reales, se cortó el cabello y vistió un simple hábito de la Tercera Orden de San Francisco. Después de procurar por todos los medios el sufragio del alma del fallecido Rey, se entregó de cuerpo y alma a la atención de los pobres y enfermos en los hospitales y demás obras de misericordia. En su condición de Reina, lo hacía con particular elevación de alma y eficacia.

Aquel mismo año, hizo una peregrinación a Santiago de Compostela por el eterno descanso del marido, y ahí dejó su corona, joyas, prendas reales y muchos otros dones de gran valor.

La santa Reina falleció el día 4 de julio de 1336, a los 65 años. Junto a su sepulcro se multiplicaron los milagros. Sin embargo, Isabel sólo será beatificada en 1516 y canonizada en 1625. En aquella ocasión, al abrir la tumba, encontraron su cuerpo incorrupto, a pesar de haber transcurrido ya casi trescientos años.     


Obras consultadas.-

1. Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, Bloud et Barral, París, 1882, t. VIII, pp. 33 y ss.
2. P. Ribadeneira, Flos Sanctorum, in Dr. Eduardo María Vilarrasa, La Leyenda de Oro, L. González Compañía, 1897, Barcelona, t. III, pp. 47 y ss.
3. Edelvives, El Santo de Cada Día, Editorial Luis Vives, Zaragoza, 1948, t. IV, pp. 81 y ss.
4. Fray Justo Pérez de Urbel O.S.B., Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid, 1945, t. III, pp. 66 y ss.
5. P. José Leite S.J., Santos de Cada Día, Editorial A. O., Braga, 1998, t. II, pp. 375 y ss.





  




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