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«Tesoros de la Fe» Nº 55 > Tema “Las mil devociones a la Santísima Virgen en el Perú”

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La Virgen del Carmen de la Legua

Reina y soberana del Callao

 


La devoción a Nuestra Señora del Carmen, así como a su escapulario marrón, son universalmente conocidos. Una de las naciones donde esa devoción se halla más extendida es precisamente el Perú, como tuvimos oportunidad de exponerlo en el artículo La Mamacha Carmen de Paucartambo.
Entre las numerosas expresiones del culto carmelitano en nuestro país se destaca, tanto por su antigüedad como por haber mantenido su vigencia a través de los siglos, la devoción a la Virgen del Carmen de la Legua. Su santuario está ubicado en un lugar estratégico, en el antiguo camino que unía a la capital peruana con el puerto del Callao, equidistante entre ambas localidades, a una legua del mar.


Pablo Luis Fandiño

Su vieja historia nos remonta a los albores del Virreinato del Perú, cuando un rico comerciante llamado don Domingo Gomes de Silva, que habría partido probablemente desde Centroamérica a la Ciudad de Los Reyes, estuvo a punto de naufragar frente a nuestras costas.  En tal apremio, imploró la intercesión de la Virgen María bajo la advocación de El Carmen, patrona de los navegantes, prometiéndole con toda la fuerza de su fe que en el primer puerto al que llegara desembarcaría, y con el producto de la venta de las maderas que traía, le construiría una capilla en su honor. La rada adonde pudo aportar, fue precisamente el Callao.

Una señal de la Providencia

Por ese tiempo, tanto los caminos como los medios de transporte eran muy rudimentarios. Entre el Callao y Lima, hace cuatro siglos atrás, no existía la avenida Oscar R. Benavides —más conocida aún hoy por su antiguo y sugestivo nombre de La Colonial—  que comunicaba aquellas dos poblaciones, en la actualidad totalmente enlazadas una con la otra. Pero sobre el mismo trazo de dos leguas de longitud existía una vía recta, ancha y polvorienta, dividida por unas tapias hechas de ciclópeos adobes, rodeada de amenos panoramas y fértiles tierras. Era intensamente transitada durante el día por recuas de animales, carretas haladas por mulos y carruajes aislados o en convoy, llevando a viajeros, mercaderías y minerales.

 

El agradecido comerciante, que se sentiría haber vuelto a nacer, luego del regateo de rigor contrató varias carretas para transportar sus maderas y partió en dirección a Lima. Después de un breve trecho de senda gris y pedregosa, aparecieron a la izquierda del camino las arboledas que bordeaban el río Rímac y el húmedo valle. Pero no bien llegado al lugar denominado La Legua, los mulos no quisieron dar un paso más, ni para adelante ni para atrás, por más latigazos que recibieron. Ante el inusitado hecho, don Domingo vio en él un designio providencial. Comprendió que la Virgen deseaba que en aquel punto le erigiera la capilla prometida, cuando en alta mar se viera en tan grande aprieto.

Así, el buen Domingo cumplió en poco tiempo su promesa, levantando a sus expensas una pequeña ermita y mandando traer de España una escultura de la Virgen del Carmen. Aunque no se conoce la fecha precisa de su arribo, se sabe que la imagen llegó al Callao el año de 1606. Y desde que se instaló en su humilde trono de La Legua comenzó a operar sus maravillas, partiendo con la expulsión del demonio de la carretera, para consuelo de quienes se atrevían a transitar por ella en las noches. Pues muy cerca existían unas huacas o cementerios indígenas, que sirvieron de plácida guarida al maligno durante años.

También por iniciativa de don Domingo y de su mujer doña Catalina María se estableció en La Legua un recogimiento para “hijas de personas principales”. Este colegio-convento para doncellas con hábito y regla del Carmen, se trasladó más tarde a Lima y puede haber dado origen al primer monasterio carmelita del Perú en 1643. En su lugar se instalaron los padres de la Orden de San Juan de Dios, quienes fundaron un hospital que existió hasta los albores de la independencia y en donde ejerció su apostolado por muchos años el venerable padre Francisco Camacho.

La fuga de Magdalena Baldeón

 

Entre los innumerables milagros que se le atribuyen a Nuestra Señora del Carmen de la Legua, figura la maternal protección que le brindó a una mujer llamada Magdalena Baldeón. Ésta se había casado con uno de tantos inmigrantes chinos que por entonces llegó al Perú y al poco tiempo se embarcó con él hacia el Oriente. Fuertemente inclinado a las costumbres paganas, el marido la trataba como a esclava. En medio de sus angustias, Magdalena confeccionó un manto de seda para su Madre Santísima con la esperanza de algún día poder ofrecérselo. Mientras tanto, cansada de reiteradas crueldades y ofensas, la joven decidió protestar ante el marido por su pésima conducta. Esto no hizo más que enfurecer al asiático, quien secretamente la condenó a muerte.

Avisada por una alma caritativa, la devota Baldeón se encomendó a la Virgen y tomando el manto bordado por sus manos emprendió la fuga. No conocía el país, ni el idioma, ni disponía de otro sustento que su fe. Pero por donde iba no encontraba sino facilidades, atenciones y auxilios, que sólo los podría atribuir a la intercesión de su celestial protectora. Después de una larga aventura llegó finalmente al Callao y cumplió su deseo de vestir a la Virgen de la Legua con aquel manto de seda, que con tantas lágrimas consiguió bordar.

La plegaria de los virreyes

Desde aquí, la Madre de Dios ha sido testigo de gran parte de nuestra historia. Por ejemplo, la mayoría de los virreyes “venían primero al Callao antes de hacerse cargo de la administración del Virreinato del Perú, y precisamente en esa misma Ermita de la Legua, donde se encuentra la Virgen del Carmen, se detenía el virrey para recibir las insignias del mando e ingresar más tarde a Lima, bajo palio, entre la admiración de la nobleza, el clamoreo del pueblo, el ulular de los clarines y el repiqueteo de las campanas”.

A este lugar, que a lo largo de cuatro siglos ha sido como un verdadero faro, han acudido en búsqueda de auxilio grandes y pequeños, creyentes y escépticos, vencedores y derrotados, santos y pecadores. Mil sucesos han acaecido en su entorno, desde un terrible tsunami que en 1746 destruyó el Callao y cuyas aguas se rindieron a sus plantas, hasta una poderosa bomba terrorista que en 1992 explotó en una comisaría vecina y estuvo a punto de dejar en escombros al templo.

El ápice de la Coronación Pontificia y Canónica

Altar de la Virgen de la Legua

 

Pero entre todos los hechos que han marcado la historia del Santuario, ningún otro ha tenido tal resonancia como las ceremonias con motivo de la solemne coronación canónica y pontificia de esta Imagen, ocurrida el 7 de octubre de 1951. Lima y el Callao no volvieron a ver en la segunda mitad del siglo XX el intenso fervor mariano que como una brisa fresca contagió a la población entera, ni los fecundos retiros que le precedieron, las multitudinarias comuniones que le acompañaron, o los incontables homenajes que le siguieron. Para quienes no tuvimos la gracia de estar presentes en aquella magna ocasión, las crónicas y recuerdos de la época nos pueden ayudar a vislumbrar su enorme trascendencia. Entre ellos cabe destacar el ardiente discurso que pronunciara el Cardenal Juan Gualberto Guevara, Arzobispo de Lima y Primado del Perú, en su calidad de Legado Pontificio, al coronar a Nuestra Señora de la Legua.

Estas gracias fueron como que una prolongación local de dos grandes acontecimientos marianos que conmocionaron en aquel tiempo al orbe católico: la promulgación del Dogma de la Asunción, el 15 de agosto de 1950 y la conmemoración del Séptimo Centenario del Escapulario del Carmen, el 16 de julio de 1951.

Desde entonces, a pesar de que el proceso de descristianización se ha acentuado notablemente, a pesar de los lamentables altibajos que sacuden la piedad, a pesar de las enormes ingratitudes de los peruanos hacia su Reina y Madre... no faltan entre nosotros señales de gran esperanza. Una de ellas, que bien se la podría comparar a la nubecilla de San Elías, es la creciente avidez de formación y de doctrina cristiana que se constata en los sectores más diversos de nuestra sociedad.

Pidamos, pues, a la Santísima Virgen en esta advocación tan querida del Carmen de la Legua, que haga renacer en nuestras almas y en nuestra patria, aquellos fervores de alma de otrora, para que el Perú vuelva a ser un foco de irradiación del espíritu católico en América y el mundo.     


Agradecemos al Sr. Ricardo Ramos Rivarola por brindarnos el libro Crónica de la Coronación Pontificia de Nuestra Sra. del Carmen de la Legua, el que ha servido de base para la redacción del presente artículo.



La Voz del Pastor

Trechos de la proclamación de Su Emcia. Juan Gualberto Guevara, al coronar a Nuestra Señora del Carmen de la Legua:

 

¡Oh dulcísima Reina de los cielos y de la tierra! Investido de la autoridad suprema del Romano Pontífice, voy a imponerte esta rica corona de oro y piedras preciosas. Ella simboliza el amor, la veneración y el cariño que te profesan tus hijos del Callao y de la Legua, y recuerda aquella otra corona con que la Trinidad Beatísima ciñó tus virginales sienes en premio de tus excelsas virtudes, el día aquel en que saliste de este mundo y triunfante y gloriosa entraste en la Jerusalén celestial.

Muchas son efectivamente, Señora, las sombras que nublan el límpido cielo de nuestra patria. Madres que matan a sus hijos, atentados contra el pudor, suicidios, atropellos, pornografía audaz en folletos, revistas, espectáculos públicos, en la prensa y en la radio; bailes indecorosos, impúdicos y sensuales; el divorcio que crece día a día en pavorosas cifras y que amenaza derrumbar la familia peruana, relajación de costumbres.

El juego, que de entretenimiento ha pasado a la categoría de ocupación favorita; el protestantismo, que siembra el error en las conciencias y destruye la unidad nacional; la masonería, cien veces condenada por los Papas y que desde las sombras atenta contra los derechos de Dios y de la Iglesia; el comunismo, que engaña a muchedumbres proletarias con paraísos irrealizables y utópicos.

* * *

Pero hay otro mal, Señora, tal vez peor que los que acabo de enumerar: el mal católico, el creyente falso, el que se dice discípulo de Cristo, pero cuya conducta está en perfecto desacuerdo con el Evangelio; el católico acomodaticio, que se ha fabricado una religión a su modo, donde caben el hurto, el adulterio, el divorcio y el abandono de las prácticas religiosas.

¡Virgen Purísima! No quiero ceñir tus sienes con una corona de espinas; no. Mi propósito es de imponeros una corona de amor y de cariño, de oro purísimo y de piedras preciosas, simbolizadas por las plegarias de los justos, la inocencia de los niños, las lágrimas de los pecadores arrepentidos, las devotas peregrinaciones, las virtudes de las buenas esposas, la fe robusta y fuerte de miles de hombres viriles que —sin temor al respeto humano— han desfilado camino del Santuario para ganar la indulgencia jubilar. Tantas otras manifestaciones de piedad, en fin, que con gran consuelo tuyo, realizan en privado o en público los verdaderos hijos tuyos que a toda costa quieren conservar el tesoro inestimable de la fe y de la religión que nos legaron nuestros antepasados.

Haz que así como hoy en este momento solemne, que con fulgores de luz pasará a la historia del Callao, de la Gran Lima, te imponemos esta corona de oro y de refulgentes gemas, nos corones un día con esa misma corona a la que se refería San Pablo cuando transportado de fe y confianza en Dios, decía: «He peleado el buen combate, he conservado la fe, no me resta sino la corona de gloria que el Justo Juez tiene reservada a los que bien le aman y bien le sirven».(…).



  




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