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«Tesoros de la Fe» Nº 41 > Tema “Confesores de la Fe”

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San Félix de Cantalicio

Felicidad plena en el desprendimiento


Durante cuarenta años el humilde capuchino fray Félix pidió limosnas para su convento, volviéndose una de las más queridas figuras de la Ciudad Eterna


Plinio María Solimeo


En nuestra época de lucha de clases y de revueltas sociales, es oportuno conocer la vida de un Santo que nació, vivió y murió en la más extrema pobreza, alabando siempre a Dios y cantando sus glorias. San Félix de Cantalicio es uno de los más joviales y alegres santos del calendario. Tenía él la perfecta alegría de servir a Dios en la persona de sus superiores y hermanos, y, a pesar de su continua mortificación, nunca perdió el buen humor.

De familia pobre, pero temerosa de Dios

Tercero de una familia de cinco, Félix nació en Cantalicio, pequeño poblado italiano del territorio de Città Ducale, en la provincia de Umbría. Sus padres eran pobres campesinos cuya única riqueza consistía en ofrecer sus hijos a la Religión católica, que les enseñaron desde la cuna.

A los doce años, para disminuir una boca en la tan parca alimentación doméstica, Félix fue mandado a trabajar en Città Ducale, en la hacienda de un hombre temeroso de Dios, que cuidaba de él como si fuera parte de su familia. La infancia y juventud de Félix pueden ser resumidas con estas palabras: pocas letras, mucho trabajo y mucha oración.

Pastoreando el ganado del patrón, Félix grababa una cruz en el tronco de algún árbol y, de rodillas, rezaba muchos rosarios. Poco a poco, guiado por el Espíritu Santo, comenzó a hacer meditación durante el trabajo, llegando a la contemplación de Dios en sus obras. Decía: “Todas las criaturas pueden llevarnos a Dios, con tal que sepamos mirarlas con ojos simples”.

Sus compañeros de infancia, y después de juventud, lo respetaban tanto que sólo se referían a él como San Félix. En su presencia, ninguna palabra menos pura, ninguna broma dudosa, ningún acto equívoco se practicaba. Y todos se contagiaban con la alegría que él irradiaba a su alrededor, fruto de su perfecta conformidad con a voluntad de Dios.

Asistía a Misa diariamente y dedicaba su tempo libre a la oración y a las buenas obras.

Un accidente le lleva al estado religioso

En esa vida simple e inocente vivió 28 años. Un accidente, que puso en riesgo su vida, lo llevó a decidir hacerse religioso. Estaba arando el campo con una yunta de bueyes, cuando éstos, asustándose por algún motivo, se volvieron contra él, que cayó por tierra, y pasaron con el arado por encima de él. Cuando se levantó sin ningún arañón, Félix vio en aquello un aviso de Dios y fue a pedir su admisión en el monasterio capuchino de la ciudad.

El padre Guardián que lo atendió, para certificarse de su vocación, describió las austeridades de la Orden con las tintas muy cargadas. Félix le replicó que, si en la celda hubiese un Crucifijo, bastaría mirarlo para soportar cualquier sufrimiento o contrariedad. Consciente de que estaba ante alguien que meditaba constantemente en la Pasión del Salvador, el Guardián lo admitió de muy buen grado.

Su noviciado en Áscoli, a donde fue enviado, se caracterizó por una oración continua día y noche, y por fiebres graves y prolongadas, que él juzgó que eran de origen infernal para impedirle seguir la regla con toda fidelidad. Por eso, un día se levantó y le fue a decir al superior que estaba sano. Y realmente comenzó a trabajar y a seguir todos los puntos de la regla, inclusive ayunos, sin mayor dificultad.

Cantalice o Cantalicio, poblado natal de San Félix, conserva aún hoy el encanto de los viejos tiempos

Un alegre limosnero en las calles de la Ciudad Eterna

Félix aprendía de memoria oraciones, antífonas, salmos, versículos, himnos litúrgicos y pasajes evangélicos para alimentar su devoción. Con frecuencia, rogaba al maestre de novicios que redoblase sus penitencias y mortificaciones y lo tratase con más severidad que a los otros, pues juzgaba a sus compañeros más dóciles e inclinados a la virtud.

En 1545, a los 30 años, pronunció los votos solemnes. Transcurridos cuatro años, fue enviado a Roma. Durante 40 años, o sea, casi hasta su muerte, salía diariamente para pedir limosnas en las calles de la ciudad, con vistas a la manutención de la comunidad.

Siempre alegre y contento, le decía a su compañero de fatigas: “Buen ánimo, hermano: los ojos en la tierra, el espíritu en el cielo, y en la mano el santísimo rosario”.

Además de solicitar limosnas para su convento, él las pedía también, con permiso del superior, con el fin de auxiliar a otros necesitados. Socorría principalmente a los niños abandonados en las calles de la ciudad.

Para llamar la atención del pueblo, acostumbraba gritar: Deo gratias (gracias a Dios), por lo que quedó conocido en la ciudad como Fray Deogratias. Su humildad era la fuente de su jovialidad. Decía: “Yo no soy fraile, sino que estoy con los frailes; soy el burrito de los capuchinos”. Y cuando alguien le preguntaba cómo estaba, respondía: “Estoy mejor que el Papa, que tiene tantos contratiempos; yo no cambiaría esta alforja por el papado y el Rey Felipe juntos... Vivo tan feliz, que ya me parece estar en el Cielo”.

Tres grandes santos se encuentran en Roma

En las apiñadas calles de la Ciudad Eterna, se encontraba con todo el mundo, inclusive con santos. Uno de ellos era el gran Felipe Neri, tan jovial y lleno de buen humor como Fray Félix. Y ellos se saludaban a su manera:

– Buenos días, fray Félix –le decía Felipe. ¡Ojalá lo quemen por amor a Dios; así se irá más rápido al Paraíso!

– Saludos, padre Felipe –le respondía el capuchino. ¡Ojalá lo maten a palos y lo descuarticen en nombre de Cristo!

Era común ver en Roma este espectáculo inusitado: el capuchino puesto de rodillas para recibir la bendición del padre Felipe, y a éste arrodillarse al mismo tempo, pidiendo la bendición de fray Félix.

Cierto día fray Félix se encontró en la calle con el propio Papa, que le suplicó un pedazo de pan recibido de limosna. Pero que tomase uno cualquiera, sin escogerlo. El capuchino hundió la mano en la alforja y sacó justamente un pan negro y reseco que le entregó al Papa, sonriendo y diciendo: “¡A Dios gracias, Santo Padre, que Vuestra Santidad también fue monje!”

Otro santo que admiraba y buscaba la amistad de fray Félix era el cardenal Carlos Borromeo. Éste le pidió un consejo para transmitir a sus sacerdotes, a fin de que progresen en la virtud. Fray Félix respondió: “Que cada sacerdote se preocupe por celebrar muy bien la Misa y por rezar muy devotamente los salmos que tiene que rezar cada día, el Oficio Divino”.

En otra ocasión, San Carlos Borromeo le pidió a San Felipe Neri que revise unas reglas que había redactado para unos oblatos. San Felipe le sugirió que se las mostrase a San Félix. Éste quedó estupefacto, pues era casi analfabeto y sin estudios. Pero San Carlos Borromeo insistió y él hizo la revisión, mostrando algunos puntos en que había demasiada severidad. El cardenal admiró la prudencia y sabiduría del humilde lego.

Cuando le preguntaban a fray Félix de dónde le venía tanta sabiduría, el respondía: “Toda mi ciencia está encerrada en un librito de seis letras: cinco rojas, las llagas de Cristo, y una blanca, la Virgen Inmaculada”.

Nuestra Señora le entrega al Niño Jesús

Y la devoción de Félix a la Virgen se manifestaba a cada paso, en las calles de la Ciudad Eterna, ante las innumerables Madonne que adornan edificios y monumentos. Decía: “Acuérdate que eres mi Madre. Yo soy siempre un pobre niño y los niños no pueden andar sin la ayuda de la madre. No me sueltes jamás de tus manos”.

Un día en que fray Félix rezaba en el convento ante una imagen de Nuestra Señora con el Niño, Ella, según un testigo ocular, le cedió al Niño para que lo acariciase. Este hecho fue inmortalizado en una cuadro del gran pintor Murillo.

Fray Félix poseía otro talento: dotado de una bella voz de barítono, componía y cantaba canciones religiosas, que pronto se volvieron populares en Roma.

Un contemporáneo suyo, así lo describe: “Bajo de estatura, pero de cuerpo lleno y moderadamente robusto. La frente espaciosa y arrugada, las narices anchas, la cabeza algo grande, los ojos vivos y de color que tiraba a negro; la boca, no afeminada, sino grave y viril; el rostro alegre y lleno de arrugas; la barba no larga, sino inculta y espesa; la voz apacible y sonora; el lenguaje de tal calidad que, aunque rústico, por ser simple y humilde, convertía en hermosura la rusticidad”.

Sobria tumba de San Félix de Cantalicio en la iglesia de los Capuchinos, en Roma

Premio de la gloria eterna y canonización

En su vida de religioso, dice uno de sus biógrafos, fray Félix practicó con perfección ejemplar los tres votos monásticos: “Obediente, sin vacilaciones ni resistencias; pobre hasta los límites del más absoluto desprendimiento; y casto, con la inocencia de quien no conoció derrotas ni sabe lo que es la malicia de la pasión”.1

Al fin, el 18 de mayo de 1587, a los 72 años de edad, fray Félix de Cantalicio entregó su pura e inocente alma a Dios.

El pueblo de Roma quiso canonizarlo inmediatamente. El Papa reinante, Sixto V, que lo conoció bien, recolectó dieciocho milagros obrados por intercesión del Santo para su beatificación. Fray Félix de Cantalicio fue canonizado en 1712.2     


Notas.-

1. Fray Prudencio de Salvatierra  O.F.M. Cap., San Félix de Cantalicio, en Las grandes figuras capuchinas, Madrid, Ed. Studium, 1957, 2ª ed., pp. 17-33.
2. Otras fuentes de referencia:

  • Fray Leopoldo de Alpandeire, San Félix de Cantalicio.
  • Francisco Javier Martín Abril, San Félix de Cantalicio, en Año Cristiano, t. II, Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp. 410-415.
  • San Félix de Cantalicio, www.churchforum.org.mx/santoral/mayo




  




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