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«Tesoros de la Fe» Nº 37 > Tema “Doctores de la Iglesia”

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San Hilario de Poitiers

Campeón de la ortodoxia en Occidente como en Oriente

Busto de oro con las reliquias de San Hilario que se conservaba en la iglesia de Saint-Denis, en París; fue fundido en 1794 durante la Revolución Francesa


Este insigne Doctor de la Iglesia, llamado por San Jerónimo «trompeta contra los arrianos», y también calificado como «martillo contra los herejes» y «Atanasio de Occidente», recibió de San Agustín éste significativo elogio: «enérgico defensor de la fe contra los herejes y digno de toda veneración».


Plinio María Solimeo


La vida de San Hilario nos revela cómo le es posible al hombre, por la simple recta razón, llegar al conocimiento de la verdad en el plano meramente natural; y, a partir de ahí, con el auxilio de la gracia, alcanzar el conocimiento de las verdades sobrenaturales.

Hilario era oriundo de una de las más distinguidas familias de la Provincia de Aquitania, habiendo nacido en Poitiers (Francia) al inicio del siglo IV. Siendo paganos, sus padres lo educaron en la ciencia de la antigua Grecia y Roma y en todas las prácticas de la gentilidad. Pero al joven Hilario, dotado de un juicio sólido y de una inteligencia robusta y aguda, no le contentaban las supersticiones ridículas del paganismo. Así describe él lo que pasó en su alma:

“La vida presente no siendo más que una secuencia de miserias, me pareció que la habíamos recibido para ejercer la paciencia, la moderación, la dulzura; y que Dios, toda bondad, no nos había dado la vida para hacernos más miserables quitándonosla. Así, mi alma se dirigía con ardor a conocer a ese Dios, autor de todo bien, porque yo veía claramente lo absurdo de todo cuanto los paganos enseñan sobre la divinidad, dividiéndola en muchas personas de uno y otro sexo, atribuyéndola a animales, a estatuas y a otros objetos insensibles. Reconocí que no podía haber sino un solo Dios, eterno, todopoderoso, inmutable”.1

En la búsqueda de la verdad, cayeron en sus manos las Sagradas Escrituras, que devoró con avidez. La lectura del evangelio de San Juan, donde explica que el Verbo era Dios y estaba en Dios, y que se hizo carne y habitó entre nosotros, acabo por quitarle cualquier duda con respecto a la verdad. Pidió entonces el bautismo y comenzó una carrera de gigante. La filosofía pagana le sirvió de base para profundizar en el estudio, sea de la filosofía, sea de la teología dogmática y de la sana doctrina de la Iglesia.

Casado con una mujer de insólito mérito, que compartía con él todos sus deseos y esperanzas, tuvieron una hija, Abra. Siguiendo los ejemplos domésticos, ésta creció en la piedad y virtud.

Combate contra el mayor flagelo de la época: el arrianismo

Al quedar vacante la sede de Poitiers, como era costumbre de la época, los sacerdotes y los fieles escogieron a San Hilario como su Pastor, quien ya daba ejemplos de encumbrada virtud. De común acuerdo, se separó entones de su mujer e hija para servir sólo a Dios; fue ordenado sacerdote y consagrado obispo.

Para Hilario, el ser obispo no era solamente una dignidad, sino sobre todo un continuo sacrificio. Decía pues que el obispo deber ser “un príncipe perfecto de la Iglesia, que debe poseer en la perfección las más eminentes virtudes. En un obispo, la inocencia de vida no es suficiente sin la ciencia; y, sin la santidad, la mayor ciencia no basta; en efecto, como él ha sido instituido para el servicio de los demás, ¿de qué le servirá ésta, si él no instruye? ¿Y no serán estériles sus instrucciones, si no son conformes a su vida?” 2

En aquella época tan conturbada, uno de los principales deberes para él era mantener íntegro el depósito de la fe y defender su pureza contra la corrupción de las herejías. Pues estaba causando grandes devastaciones en el rebaño de Jesucristo la peor herejía que enfrentó la Iglesia en los primeros siglos: el arrianismo. Ésta negaba el dogma de la Santísima Trinidad, afirmando que sólo Dios Padre era Dios.

Lo peor fue que tal herejía conquistó al Emperador Constancio, hijo de Constantino, encontrando en ese hombre débil, pero despótico, su mayor apoyo. Con ello, tal error infectó prácticamente todo el Oriente y buscaba después lanzar sus tentáculos sobre el Occidente.

Se llegó al extremo de que dos concilios convocados por obispos adeptos del arrianismo —Saturnino de Arles, Metropolitano de las Galias, y Magencio de Milán— condenaron a San Atanasio, Obispo de Alejandría y el mayor baluarte, en Oriente, de la doctrina contra la herejía infecta. Además de la condenación, tales concilios lo expulsaron de su diócesis.

San Hilario no participó de aquellos concilios y se dedicó a organizar la resistencia de los obispos católicos de Occidente, que mostraban mucho más coraje en esa lucha que los de Oriente. Proclamaron la inocencia de Atanasio y excomulgaron a los obispos arrianos y semiarrianos. Enviaron también una delegación al Emperador, pidiendo que los obispos exiliados a causa de la Fe fuesen devueltos a sus diócesis, y que a partir de entonces la autoridad secular no interviniese más en asuntos de materia puramente espiritual.

Así presionado, Constancio autorizó a Atanasio a regresar a su diócesis. Pero los líderes arrianos volvieron a la carga, convenciendo al Emperador de que el valeroso Obispo de Poitiers, defendiendo la verdadera Iglesia, atacaba al Imperio. Constancio convocó entonces un nuevo concilio en Béziers, en el cual, además de confirmar el exilio de San Atanasio, los Prelados arrianos depusieron también a San Hilario y obtuvieron del Emperador que fuese exiliado juntamente con San Ródano, hacia Frigia, en el Asia Menor.

Como exiliado, lidera la lucha en el centro de la herejía

El tiro salió por la culata, pues con aquel exilio, el mayor enemigo del arrianismo en Occidente fue enviado para combatirlo en su propio medio, el Oriente. San Hilario, sin dejar de mantener correspondencia con los obispos fieles de la Galia, dirigía también por medio de cartas su diócesis, al mismo tiempo que escribía obras refutando la herejía arriana y trabajaba contra ella.

Sobre la expansión del arrianismo en la época de San Hilario de Poitiers, comenta un conocido hagiógrafo:

“Protegido con todo el poder del Emperador, el arrianismo de tal manera había desolado la viña del Señor, que nuestro santo asegura haber encontrado solamente a tres obispos que no eran total y abiertamente arrianos; los demás vivían tan lastimosamente desorientados, que Dios apenas era conocido por los Prelados de las diez provincias de Asia, como él mismo explica y se lamenta:

«Que mi exilio dure siempre —decía San Hilario— con tal que la verdad sea al fin predicada. Los enemigos de la verdad pueden exiliar a sus defensores, pero ella, la verdad, ¿creen ellos poder exiliarla al mismo tiempo? Al exiliar mi cuerpo, ¿pudieron ellos también encadenar y detener la palabra de Dios?»” 4

En Constantinopla, Hilario escribió al Emperador: “Pasó el tiempo de permanecer callado; los mercenarios huyeron y el Pastor tiene que levantar su voz. Toda la gente sabe que, desde que estoy proscrito, nunca dejé de confesar la fe, pero sin rehusar ningún medio aceptable y honroso de restablecer la paz... Ahora combatimos contra un perseguidor disfrazado, contra un enemigo que acaricia, contra el anticristo Constancio. No nos condena a fin de hacernos nacer para la vida, mas nos enriquece para llevarnos a la muerte. No nos encarcela en una prisión para hacernos libres, sino nos honra en su palacio para esclavizarnos. No nos corta la cabeza con la espada, sino que mata a nuestra alma con el oro. No nos amenaza con la hoguera, sino que enciende secretamente el fuego del infierno. Reprime la herejía para que no hayan cristianos; honra a los sacerdotes para que no haya obispos; edifica iglesias para demoler la fe... Pero yo te declaro, oh Constancio, lo que habría dicho a Nerón, a Decio y a Maximiano: combates contra Dios; te levantas contra su Iglesia; persigues a los santos; eres tirano, no de las cosas humanas, sino divinas”.5

En fin, fue tanto el daño que San Hilario causó a los arrianos en Oriente, que éstos convencieron al Emperador que lo mandase de regreso a su diócesis, donde creían que él les sería menos perjudicial.

El famoso San Martín de Tours (ilustración superior) fue discípulo de San Hilario de Poitiers

Regreso triunfal: prosigue el celo anti-arriano

San Martín de Tours, que ya era su discípulo, fue a encontrarse con San Hilario en Roma para acompañarlo de regreso. La alegría de todos los católicos de la Galia fue enorme. Escribe San Jerónimo: “Fue entonces que Francia abrazó a su gran Hilario, regresando victorioso tras la derrota de los herejes”.6

Dios hizo brillar aún más la gloria de su siervo por innumerables milagros. Uno de ellos se refiere al verdadero amor paterno. Mirando a su hija adolescente, pura y desapegada de las cosas de la tierra, pidió a Dios que, si ella hubiese algún día de manchar su túnica bautismal, que antes Él la llevase para sí. El pedido fue aceptado casi inmediatamente. Abra falleció dulcemente en los brazos de su padre, y hoy es invocada como santa en Poitiers.

Después de haber restablecido el catolicismo en las Galias, San Hilario pasó a Italia para librarla del flagelo del arrianismo. Fue auxiliado en aquella tarea por San Eusebio de Vercelli y Filastro de Brescia.

Combatiendo los errores del Obispo Magencio en su propia ciudad episcopal —Milán— éste obtuvo del Emperador Valentiniano que lo expulsase de allá.

Volviendo a Poitiers, se entregó de cuerpo y alma a la instrucción de sus diocesanos. Recibió de brazos abiertos a San Benito, Obispo de Samaria, y a 40 discípulos suyos, expulsados de Palestina por los arrianos, fundando estos la abadía de San Benito de Quincey.

Al fin, lleno de obras y de años, entregó Hilario su alma al Creador el año de 367. Fue el gran Pío IX —recientemente beatificado— quien lo declaró Doctor de la Iglesia.     


Notas.-

1. Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, d’après le Père Giry, Bloud et Barral, Libraires Éditeurs, París, 1882, t. I, p. 292.
2. Id., Ib., p. 296.
3. P. Jean Croisset, Año Cristiano, traducción del francés por el P. José Francisco de Isla, Madrid, Saturnino Calleja, 1901, t. I, p.138.
4. Lib. De Synod., n. 78, apud Bollandistes, op. cit., p. 300.
5. P. José Leite  S. J., Santos de Cada Día, Editorial A. O., Braga, 1993, t. I, p. 62.
6. Apud Bollandistes, op. cit., p. 304.





  




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