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«Tesoros de la Fe» Nº 213

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Crueles tormentos que infligieron al insigne Siervo de Dios fray Diego Ortiz

Pablo Luis Fandiño

La versión original del presente artículo fue publicada en 1992, bajo el seudónimo de Elías Huanca Y., en la sección “Cultura y Tradición” del boletín informativo “Tradición Familia Propiedad” nº 15, Lima, p. 6-7.

Por ese entonces la Santa Sede había concedido el nihil obstat para la reapertura del proceso canónico del Siervo de Dios, fray Diego Ruiz Ortiz OSA. Entre 1996 y 1998 se llevó a cabo tanto en el Cusco como en Lima el nuevo proceso, al término del cual fue presentado ante la Congregación para las Causas de los Santos, que emitió el decreto de validez del proceso diocesano el 30 de abril de 1999.

El 2021 se cumplirán 450 años del sacrificio del venerable P. Ortiz, el primero de una pléyade de mártires que ofrendaron sus vidas entre los siglos XVI y XX, por la difusión de la fe católica en la región amazónica peruana. Sus fieles devotos anhelan por su pronta beatificación.

 

Hacía tiempo ya que los religiosos agustinos se encontraban evangelizando en la región de Vilcabamba, cerca del Cusco, cuando llegó allí fray Diego Ruiz Ortiz, a principios del año 1569, a participar de tal misión. De las crónicas de esa familia religiosa extraemos una historia olvidada por los hombres, pero no por Dios…

* * *

Un par de años después de la llegada de fray Diego, el Inca Tito Cusi —que abjurara del cristianismo tiempo antes, volviendo a sus viejas costumbres paganas e impulsando la hostilidad hacia los misioneros que se atrevían a reprender sus vicios— moría de forma casi intempestiva. Esto fue atribuido por unos renegados a maleficios del fraile.

Una noche, dejándose tomar por la furia contra él, decidieron cobrar venganza, dirigiéndose en tropel a la iglesia donde el religioso se encontraba orando.

A modo de saludo, le descargaron una furiosa andanada de bofetadas, golpes y patadas en el pecho, en la espalda y en todos sus miembros, llamándole embustero y endemoniado, exigiéndole que, como predicaba la resurrección de los muertos, devolviese la vida al Inca, pues de lo contrario le matarían por mentiroso. Finalmente, le desvistieron, dejándolo toda la noche al frío de la puna.

Al amanecer, dijo el agustino a sus torturadores que, si le dejaban celebrar el Santo Sacrificio, pediría a Dios la resurrección del Inca. Ellos concordaron, mas, como la misa demoraba, el apóstata Juan Quispe, enardecido, le dio una bofetada, diciéndole: “¡acaba ya, embustero!”.

El padre Ortiz bajó los ojos paciente y devotamente hacia el Santísimo Sacramento, exclamando: “Bendito seáis, Dios” y, al instante, se le secó la mano al sacrílego, quien, para testimonio de este milagro, la conservó así durante los 56 restantes años de su vida. Sin embargo, los desgraciados, lejos de apaciguarse, se enfurecieron más.

Terminada la misa, se abalanzaron sobre él y le maltrataron hasta el cansancio. Arrastrándole, le llevaron hasta el cementerio, donde le ataron a una cruz, y mientras unos le azotaban hasta hacerle derramar sangre por todo el cuerpo, otros, revestidos con los ornamentos de la Iglesia y bebiendo chicha en los vasos sagrados, le causaban, con tales profanaciones, dolores morales mayores que los horrendos sufrimientos físicos.

Desangrado y sediento, el religioso pidió agua, como Nuestro Señor en la Cruz; pero los apóstatas, siguiendo el camino de los deicidas, echando en un recipiente hiel, sal, orines, salitre, excrementos y una hierba muy amarga, le hicieron tomar esa inmunda pócima.

Determinaron luego llevarlo ante el nuevo Inca, que era Túpac Amaru, hermano de Cusi Tito. Sin embargo, como el mártir apenas podía tenerse en pie, idearon una nueva atrocidad para obligarlo a andar: horadaron su rostro, pasando por el horrible hueco una soga con la cual lo arrastraban como si fuese una bestia de carga. Así hicieron el largo camino hasta Marcanay, donde residía el Inca.

La distancia era de unos 60 kilómetros, pero el sendero de lo más abrupto. Todo el camino fue un espantoso martirio. En el trayecto pasaron por Guarancalla, lugar donde se encontraba la misión de fray Diego, donde, sin embargo, ninguno de los suyos le prestó socorro, por temor al Inca: incluso en las misiones había timoratos…

Al tercer día, el cortejo llegó a donde residía el Inca Túpac Amaru, quien —según las crónicas agustinianas— no recibió al religioso y ordenó a sus súbditos que lo matasen del modo que quisieran. Oída la sentencia, los torturadores arrastraron al misionero ladera abajo hasta un lugar conocido en aquel tiempo como la “Horca del Inca”.

Allí le volvieron a azotar, le ultrajaron indeciblemente y, viendo que no moría, decidieron matarle a palos. Pero Dios, milagrosamente, para hacerles caer en sí del pecado que estaban cometiendo y de la virtud de la víctima, la sostenía en vida.

Le clavaron cañas entre las uñas de pies y manos. Asombrados por su resistencia, comenzaron a decirse: “manan huañunca”, es decir, que no moriría, porque era inmortal. Y, enfureciéndose por esto, decidieron rematarlo a flechazos, acribillando su cuerpo de tal modo que parecía un erizo. Sin embargo, cuanto más feroces los tormentos, tanto mayor el milagro de la sobrevivencia: “manan huañunca”…

El martirio de un religioso a manos de quienes renegaron de la fe

Enceguecidos, bramaban furiosos ante tanta resistencia de la víctima. Intentaron entonces asfixiarlo con humo y sahumerios repugnantes; le taparon la boca y las narices con algodón caliente y le rallaron las carnes. Juan Túpac le dio un hachazo en la cabeza, haciendo caer al mártir sin sentido. No obstante, “manan huañunca”…

En el más extremo paroxismo de la furia, otro verdugo le dio un segundo golpe que le partió el cráneo. Con esto consumaron el martirio, pero no concluyeron las atrocidades. Puesto cabeza abajo, le atravesaron a lo largo de todo el cuerpo un palo, hasta sacarlo más de dos palmos por el destrozado cráneo. Y así, le clavaron en el suelo y le arrojaron piedras hasta dejarle semienterrado.

Mas, como las palabras “manan huañunca” continuaban resonando y atormentando las conciencias de los torturadores, estos descubrieron el cuerpo del misionero, para ver si realmente estaba muerto. Le tiraron en el suelo y obligaron a todos a pisotearlo. Creyendo que estaba aún con vida, pues sus cadavéricos ojos seguían mirando al cielo, uno de los sayones le cortó la cabeza y la enterraron en un hoyo, poniendo el cuerpo encima y cubriéndolo con piedras.

Su muerte ocurrió entre mayo y julio de 1571.

* * *

El castigo a los criminales no se hizo esperar, ni de parte del cielo ni de la autoridad temporal. Hubo pestes y miseria en Vilcabamba, y el virrey Francisco de Toledo, cuando fue al Cusco el 30 de julio de 1571, mandó atacar al Inca en su reducto; fue tomado prisionero y ajusticiado en la Plaza Mayor de la ciudad, luego de haber sido bautizado.

El obispo Mons. Antonio de Raya informó sobre la vida y martirio de fray Diego Ortiz, con ánimo de promover su elevación a los altares. El venerable es considerado como el protomártir del Perú, y, sin duda, su sacrificio conquistó de Dios inmensas gracias para la cristianización del país. Sus restos, llevados al Cusco, fueron conservados con devoción en el templo de San Agustín de esa ciudad hasta poco después de 1821.

Destruida esa iglesia, se fue desvaneciendo en la población la memoria de fray Diego Ortiz y la veneración a él, hasta que sus restos desaparecieron: todo un signo del avance del neopaganismo, con sus secuelas de nostalgia por la barbarie, de indiferencia y aun de fastidio, de los católicos tibios y de los enemigos de la fe, por aquel que llevó esa virtud tan lejos, que aceptó, como el Divino Salvador, que su propia sangre fuese derramada precisamente por aquellos a quienes ansiaba convertir.

*     *     *

Olvidado por los peruanos ese insigne mártir, ¿qué extrañeza puede producir que el indigenismo y el miserabilismo, como efectos de la preferencia por la barbarie, se vaya apoderando de las mentalidades modernas? ¿Cómo defender a la patria si se va echando al olvido a sus más altos protectores y se va difundiendo la admiración por sus demoledores?

¿Qué sucedería con Francia, por ejemplo, el día en que perdiera la memoria de san Remigio, de Clodoveo, de san Luis Rey, de san Martín de Tours y de santa Juana de Arco, y comenzara a evocar con veneración a Vercingetórix, Ganelón, Phillippe Egalité o, de algún modo, a Pétain?

¿Qué pasaría con España si olvidara a san Hermenegildo, a don Pelayo, a san Fernando de Castilla, al Cid o a Isabel la Católica, y empezara a admirar a los obispos Oppas o Recafredo, a Alfonso VI, a la “Pasionaria”, o a tener lástima de Boabdil el Chico?

Una vez más, este hecho es materia de meditación para los peruanos de hoy. Y un elemento para comprender hacia dónde nos pueden llevar los simples olvidos, cuando los afectados por estos son los elegidos de Dios…



  




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