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«Tesoros de la Fe» Nº 198

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¿Puede la Iglesia aceptar a sacerdotes casados?

(Parte II)

En nuestra columna del mes de abril pasado, abordamos la cuestión —hoy muy discutida— del celibato sacerdotal. Mostramos, en primer lugar, que no se trata de una mera tradición disciplinaria, sino que el celibato está íntimamente vinculado a un tema teológico, puesto que el sacerdote actúa in persona Christi y debe identificarse con el Sumo Sacerdote, que permaneció virgen toda su vida.

En seguida demostramos que, desde sus orígenes, la Iglesia impuso la abstención de relaciones conyugales a los clérigos mayores (obispos, sacerdotes y diáconos), los cuales deben estar prontos a aproximarse del altar y distribuir los sacramentos todos los días, no apenas una semana cada seis meses, como ocurría con los sacerdotes de la Antigua Alianza.

RESPUESTA

Monseñor José Luis Villac

Abordaremos en el presente artículo dos aspectos que quedaron pendientes, los cuales son usados como argumento para promover la abolición del celibato sacerdotal, o al menos admitir excepciones en la Iglesia latina: 1) qué llevó a las iglesias católicas de rito oriental a adoptar una disciplina diferente; y, 2) cómo resolver la actual crisis de vocaciones sacerdotales.

En cuanto al historial de la variación de la disciplina en las iglesias de Oriente, citaremos nuevamente el docto estudio del cardenal Alfons M. Stickler, titulado Celibato eclesiástico: Historia y fundamentos teológicos.

Posición del obispo Epifanio de Salamina

La primera cosa a ser destacada es que las iglesias orientales, en sus orígenes, siguieron la misma disciplina de la Iglesia de Occidente. Un importante testigo de ello es el obispo Epifanio de Salamina, en la isla de Chipre, que vivió ente los años 315 y 403 (por lo tanto, en el primer siglo de libertad de la Iglesia), y es considerado un conocedor de la tradición católica oriental, por el hecho de dominar varias lenguas y haber viajado mucho por Oriente. En su obra principal, Panarion, afirma que Dios mostró el carisma del sacerdocio nuevo por medio de hombres que siempre vivieron virginalmente, o que antes de la ordenación habían renunciado al uso del matrimonio, según una norma establecida por los apóstoles con sabiduría y santidad.

Aún más, en otra obra (Expositio Fidei) Epifanio reitera que, donde se mantienen fielmente las disposiciones de la Iglesia, solo son admitidos al ministerio episcopal, sacerdotal y diaconal, los que han quedado viudos o renuncian a su propia esposa por medio de la continencia. Deplora que, en diferentes lugares, sacerdotes, diáconos y subdiáconos continúen procreando hijos, y declara que eso es una consecuencia de la debilidad humana y no está en conformidad con la norma vigente.

Posición del gran San Jerónimo

El obispo Epifanio de Salamina

El segundo testigo es nada menos que San Jerónimo. Ordenado sacerdote en Asia Menor hacia el año 379, después de vivir tres años en Roma regresó a Palestina, y allí permaneció hasta su muerte, acaecida alrededor del año 420. Gracias a su vasto conocimiento de diferentes lenguas, que le facilitó traducir fielmente la Biblia hebraica y griega al latín —la Vulgata, declarada por el Concilio de Trento la versión única, auténtica y oficial del texto sagrado para la Iglesia latina—, mantuvo un estrecho y activo contacto con eclesiásticos y comunidades de Oriente.

En su refutación del año 393 a Joviniano, afirma que el apóstol Pablo enseñó, en su carta a Tito, que un candidato al orden sagrado que fuese anteriormente casado debía educar bien a los hijos, pero no podía procrear otros. En su disertación Adversus Vigilantium, del año 406, San Jerónimo reiteraba el deber de los ministros del altar de ser siempre continentes, y afirmaba explícitamente que tal era la práctica no solamente de Roma, sino también de las iglesias de Oriente y de Egipto.

Un testigo inválido

Los partidarios del sacerdocio de hombres casados e incontinentes invocan al Concilio de Nicea, celebrado el año 325, durante el cual un eremita y obispo del desierto en Egipto de nombre Pafnucio, habría levantado su voz para disuadir a los Padres de sancionar una obligación general de continencia. Eso debería ser dejado, en su opinión, a la decisión de las Iglesias particulares. Sin embargo, Eusebio de Cesarea —considerado el hombre más instruido de la época, autor de la primera historia de la Iglesia, y que, entre otras cosas, participó en ese concilio— no se refiere en absoluto a este supuesto episodio. La primera referencia conocida sobre él, es de un bizantino llamado Sócrates, que vivió cien años después, y que habría oído narrar a un hombre muy anciano sobre lo que sucedió en la asamblea. Sucede que, por el juego de fechas, el supuesto espectador debía ser un niño en la ocasión, por lo cual no puede ser considerado un testigo válido. En las actas del Concilio de Nicea, tampoco aparece ningún signatario de nombre Pafnucio, por lo que se puede dudar seriamente de la autenticidad de lo dicho por aquel Sócrates.

Obligación de la continencia completa

¿Cómo se introdujo entonces en Oriente una disciplina divergente? Simplemente porque la organización patriarcal de la Iglesia oriental y la autonomía de las sedes de Constantinopla, Antioquia, Alejandría y Jerusalén dificultaron que se llegara a una posición común en materias disciplinarias, como en la Iglesia latina. Eso se dio especialmente en el tema del celibato de los ministros consagrados, la cual requería una vigilancia constante de los pastores, una vez que no siempre el comportamiento de los clérigos respetaba el precepto de la continencia, en particular en las regiones más remotas de Occidente y de Oriente. A esa falta de coordinación se sumó la posición de influencia de los emperadores de Bizancio, cuyas leyes en materia eclesiástica eran observadas en los territorios orientales de la Iglesia. Comenta el cardenal Stickler: “Fue lentamente juzgándose imposible de detener el uso, cada vez más extendido, del matrimonio contraído antes de la ordenación por parte de sacerdotes, diáconos y subdiáconos, y aún mucho menos recuperable la obligación de la continencia completa. Esto significa que se cedió ante la situación de hecho”.

Apertura del I Concilio de Nicea por el emperador Constantino I el Grande, Cesare Nebbia, 1560

Las primeras leyes que sancionaron esta situación no fueron eclesiásticas, sino imperiales. El Códice Teodosiano permitió que la mujer de un clérigo continuara viviendo en la casa de éste, alegando que la continencia podía ser guardada en esa situación. Ya la legislación del emperador Justiniano I permitió la cohabitación y el uso del matrimonio por parte de sacerdotes y diáconos, siempre que antes de la ordenación ellos se hubiesen casado una sola vez y con una virgen. Finalmente, el emperador Justiniano II convocó un segundo concilio en Trullo, en el otoño de 690, para unificar la legislación disciplinaria de la Iglesia bizantina en 102 cánones.

Los Papas nunca los reconocieron en aquello que contrariaba la práctica de Roma en vigor hasta aquel momento. Entre ellos el canon 13, que establecía que los sacerdotes, diáconos y subdiáconos de la Iglesia oriental podían convivir con sus esposas y usar los derechos del matrimonio, excepto en los días en que celebrasen los sagrados misterios (lo que entonces estaba limitado al domingo o a otro día de la semana), debiendo ser continentes durante ese tiempo. Además, debería ser depuesto quien osase privar a los ministros del altar de la unión carnal con sus respectivas mujeres, así como los clérigos que bajo pretexto de piedad insistiesen en separarse de su esposa, siendo apenas dispensados de habitar juntos aquellas parejas que quisiesen vivir continentes por mutuo consentimiento.

Desfiguración del texto del Concilio de Cartago

Los participantes del Concilio de Trullo no podían justificar ese cambio disciplinario basados en referencias a los levitas del Antiguo Testamento, pues los Papas rechazaban explícitamente ese paralelismo como inadecuado con relación al sacerdocio del Nuevo Testamento, que se abrió a todos y no apenas a una tribu que debía perpetuarse. No podían tampoco argumentar con cualquier documento anterior de las propias iglesias de Oriente, por eso resolvieron manipular el texto del Concilio de Cartago (citado en nuestra columna del mes anterior), redactándolo de modo a admitir lo que les interesaba y confiando en que nadie percibiera la adulteración, pues había una ignorancia generalizada del latín en aquellas regiones. Los intérpretes modernos de las disposiciones trullanas sobre el celibato admiten la inexactitud de esa citación, pero afirman que el Concilio tenía autoridad para cambiar cualquier ley disciplinaria para la Iglesia bizantina, con miras a adaptarla a las condiciones de los tiempos…

Justiniano I (483-565)

Por cierto, una vez que la disciplina establecida tuvo vigencia en el sacerdocio levítico del Antiguo Testamento, cabe preguntar cómo pueden los orientales continuar invocando ese precedente, incluso después de que el servicio del altar se haya extendido, también en la Iglesia oriental, a todos los días de la semana. Tampoco se comprende por qué permaneció la prohibición del matrimonio después de la ordenación.

A las comunidades orientales que se unieron a Roma les fue concedida la facultad de mantener su disciplina celibataria diferente. Pero el cardenal Stickler comenta que el progresivo retorno de los “uniatas” a la praxis latina de continencia completa “no solo no ha encontrado oposición, sino que ha sido positiva y favorablemente aceptada”. Según el purpurado “el reconocimiento de la diversidad de disciplina concedido por las autoridades centrales de Roma, se puede considerar como noble respeto, pero difícilmente como aprobación oficial del cambio en la antigua disciplina de la continencia”. Podríamos decir que se trata de una simple tolerancia entristecida, a la espera de un posterior retorno a la disciplina original de continencia absoluta de todos los clérigos mayores (obispos, sacerdotes y diáconos).

El celibato no es un peso, sino un desafío

Resta tratar en estas líneas finales el argumento de la penuria de vocaciones sacerdotales, cuya “solución-milagro” sería la apertura de un celibato opcional. Inicialmente cabe verificar si el diagnóstico de escasez es real; y, en ese caso, cuál es su causa. La primera constatación es que la supuesta disminución de vocaciones sacerdotales y religiosas depende del área geográfica analizada.

El “Osservatore Romano” divulgó recientemente un análisis de los datos del Anuario Pontificio del 2017 y del Anuarium Statisticum Ecclesiae del 2015, comparándolos con los del quinquenio iniciado en 2010, con el objetivo de extraer las dinámicas prevalentes. En cuanto al número de sacerdotes en el mundo, entre 2010 y 2015 hubo un aumento global de 3.420, y apenas una caída de 136 en el último año, debida principalmente a la disminución de 2.502 sacerdotes en Europa. En todos los demás continentes la variación fue positiva: 1.133 en África, 1.104 en Asia, 82 en Oceanía y 47 en América.

El mismo fenómeno de diferenciación geográfica ocurre con las vocaciones sacerdotales: entre 2010 y 2015 hubo una disminución global de 2.147 seminaristas mayores, pasando de 118.990 a 116.843. Sin embargo, mientras su número aumentó 7,7% en África y permaneció estable en Asia, en América los seminaristas disminuyeron 8,1 % y en Europa 9,7 %. La diferencia geográfica es aún más notoria al considerar la proporción de seminaristas por un millón de católicos: 245,7 en Asia, 130,6 en África, 65 en Europa y 53,6 en América.

Estas cifras revelan que el número de seminaristas y sacerdotes aumenta en las áreas geográficas donde la religión católica es realmente practicada por los fieles (en Asia y en África, donde son generalmente una minoría con relación a la población global), mientras que disminuye donde la práctica religiosa de la población está en franca declinación, como es el caso de Europa. El problema en estas regiones es, por tanto, lo contrario de lo alegado por los partidarios del celibato opcional: no existe escasez de vocaciones, sino de fieles que buscan asistencia religiosa.

So pretexto de atención pastoral de las comunidades aisladas de la Amazonía, ha sido divulgada la propuesta de relativizar el celibato sacerdotal.

Más importante aún es el hecho de que hasta la prensa secular reconozca, que confrontados a un mundo más secularizado, los actuales seminaristas adoptan frente a él una actitud sin complejos. Contrariamente a los sacerdotes del pos-Concilio inmediato, prefieren la sotana a los pantalones jeans y a la camiseta, rezan el rosario diariamente, gustan de las procesiones, del incienso y de las ceremonias solemnes. No consideran como su principal trabajo el ser agentes sociales de una agenda política, sino el servicio del altar, el confesionario, el catecismo, etc. Para estos nuevos sacerdotes y seminaristas, el celibato no es un peso sino un desafío y una aventura al servicio de Nuestro Señor y de su Iglesia, bajo la protección de la Virgen María.

So pretexto de atención pastoral de las comunidades aisladas de la Amazonía, ha sido divulgada la propuesta de relativizar el celibato sacerdotal. Esperamos que nuestros futuros sacerdotes no se embarquen en esta novedad ni congelen su entusiasmo en la imitatio Christi. E invitamos a los lectores de Tesoros de la Fe a rezar y ofrecer sacrificios a Nuestro Señor Jesucristo, para que tan lamentable decadencia no ocurra.



  




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