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Santidad: la verdadera gloria de Francisco y Jacinta


 

La Basílica de Fátima el día 13 de mayo del 2000

 

 

El 13 de Mayo del 2000, los pastorcitos fueron beatificados por Juan Pablo II, en el mismo lugar que en 1917 vieron a la Santísima Virgen por primera vez. Habiendo sido confidentes de la Madre de Dios y alcanzado la virtud heroica, no obstante su tierna edad, han merecido un renombre auténtico y universal, sin paralelo en la historia de la Iglesia.

 

En la primavera de 1916 la vida de tres alegres y despreocupados pastorcitos, Lucía dos Santos y sus primos Francisco y Jacinta Marto, de apenas nueve, ocho y seis años de edad iría a sufrir un cambio brusco: “Los Corazones de Jesús y de María tienen sobre vosotros designios de misericordia”, les dijo el Ángel de la Paz.

“Ofreced constantemente al Altísimo oraciones y sacrificios... De todo lo que podáis, ofreced a Dios un sacrificio de reparación por los pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores. (…) Sobre todo, aceptad y soportad con resignación el sufrimiento que Nuestro Señor os envíe”.

Así, aproximadamente un año después de las apariciones del Ángel, los niños ya estaban preparados para recibir la visita de la Reina del Cielo.

Y la Virgen vino, no con agrados ni con dulzuras, sino con seriedad, repitiendo desde el primer encuentro la invitación a la oración y al sufrimiento hecho por el Ángel: “Vais pues a tener mucho que sufrir, pero la gracia de Dios será vuestro consuelo”.

Francisco: consolador de Dios

Aunque inocente y desapegado, Francisco debió tener algunas flaquezas o pequeñas faltas de generosidad de las que necesitaba corregirse. Si ellas no le impidieron ver al Ángel y a la Santísima Virgen, sin embargo, no escuchaba nada de lo que decían.

Con todo, cuando Nuestra Señora afirmó que necesitaba “rezar muchos rosarios” para llevárselo al Cielo, él exclamó: “¡Oh Señora mía, rezaré cuantos rosarios quisierais!”

Es curioso que después de la visión del infierno, según Lucía, fue Francisco el que quedó menos impresionado con aquel horror. Pues lo que más lo atrajo y absorbió de aquella visión fue Dios, la Santísima Trinidad “aquella luz inmensa que nos penetraba en lo más íntimo del alma”.

Lucía comenta que, “mientras Jacinta parecía preocupada con el único pensamiento de convertir pecadores y de librar almas del infierno, él [Francisco] parecía pensar únicamente en consolar a Nuestro Señor y a Nuestra Señora, que le habían parecido tan tristes”. Cuando la prima le preguntó qué gustaba más, si consolar a Nuestro Señor o convertir pecadores, él no titubeó: “Me gusta más consolar a Nuestro Señor. ¿No reparaste cómo Nuestra Señora, el último mes, se puso tan triste cuando dijo que no ofendiesen más a Dios Nuestro Señor, que ya está muy ofendido? Yo quisiera consolar a Nuestro Señor y después convertir a los pecadores, para que no lo ofendan más”.

Siguiendo ese llamado a la contemplación, se tornó común que se apartarse de las dos niñas para rezar solo. Cuando le preguntaban qué estaba haciendo, les mostraba el rosario. Si insistían para que fuese a jugar con ellas, alegaba: “¿No recordáis que Nuestra Señora dijo que debo rezar muchos rosarios?”

Y si preguntaban por qué no rezaba con ellas, respondía: — “Más me gusta rezar solo, para pensar y consolar a Nuestro Señor, que está tan triste por causa de tantos pecados… ”.

Cuando las niñas lo descubrían absorto detrás de alguna tapia y le preguntaban qué estaba haciendo, respondía: — Estoy pensando en Dios, que está tan triste a causa de tantos pecados… ¡Si yo fuese capaz de darle alegría!…

¡Consolar a Dios, darle alegría! ¡Qué altísima meta! ¡Qué programa de vida!

Pequeños, pero con gran espíritu de sacrificio

Para mortificarse, los tres pastorcitos inventaban mil cosas: dar su refrigerio a los pobres y comer raíces o bellotas, escogiendo las más amargas; abstenerse de beber, a veces todo el día, cuando tenían mucha sed; frotarse el cuerpo con ortigas para mortificarlo; rezar horas seguidas, prosternados, las oraciones que el Ángel les enseñara... eran algunas de ellas.

El día 23 de diciembre de 1918 los dos hermanitos enfermaron, víctimas de una epidemia de bronco-neumonía que atormentaba a Europa. Incluso durante la enfermedad, continuaron rezando y sacrificándose por los pecadores.

Era costumbre que Francisco se alejase de las niñas para rezar solo y consolar a Jesucristo, a quien veía triste debido a las ofensas de los hombres

 

Sobre Francisco, escribe Lucía: “Sufría con una paciencia heroica, sin dejar escapar nunca un gemido ni la más leve queja. Tomaba todo lo que le daba su madre, y no llegué a saber si alguna cosa le repugnaba.

“Le pregunté un día poco antes de morir: — ¿Francisco, sufres mucho?

— Sí, sufro. Pero todo lo sufro por amor a Nuestro Señor y a Nuestra Señora.

“Un día me dio la cuerda (que usaba en la cintura por penitencia) y me dijo:

— Tómala y llévatela, antes que mi madre la vea. Ahora ya no soy capaz de llevarla puesta.

“Esta cuerda tenía tres nudos y estaba manchada de sangre”.1

El día 4 de abril de 1919, sin un gemido ni contracción del rostro, con una sonrisa angelical en los labios, Francisco fue al encuentro a la Santísima Virgen, que lo esperaba con los brazos abiertos.

Jacinta: víctima reparadora, seriedad y generosidad

La madurez y precocidad en la virtud de esta humilde pastorcita impresionaba. Lucía testimonia: “Tenía un porte siempre serio, modesto y amable, que parecía traducir la presencia de Dios en todos sus actos, propio de personas de edad avanzada y de gran virtud”.

“Si en su presencia algún niño, o incluso personas mayores, decían alguna cosa, o hacían cualquier acción menos conveniente, las reprendía diciendo:

— ¡No hagan eso que ofenden a Dios Nuestro Señor, y Él ya está tan ofendido! 2

Lucía recuerda: “Dios me dio la gracia de ser su confidente más íntima; conservo de ella los mayores recuerdos, estima, respeto, por la alta idea que tengo de su santidad”.

Su dolorosa enfermedad fue ocasión de ofrecer muchos sacrificios a Dios. Un día le preguntó a Lucía: —“¿Ya hiciste hoy muchos sacrificios? Yo hice muchos. Mi madre se fue y yo quise ir muchas veces a visitar a Francisco, pero no fui.

Otro día: —“Cada vez me cuesta más tomar la leche y los caldos; pero no digo nada y todo lo tomo por amor a Nuestro Señor y al Inmaculado Corazón de María”.

Alto grado de santidad

La misión reparadora de Jacinta está íntimamente ligada al Corazón Inmaculado de María. Cuando Nuestra Señora mostró el infierno a los tres pastorcitos, les dijo: “Visteis el infierno a donde van las almas de los pobres pecadores; para salvarlas, Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón”. Jacinta fue, a su manera, misionera de esa devoción.

Al despedirse de Lucía antes de partir para Lisboa, le recomienda vehementemente: “Tú te quedas aquí para decir que Dios quiere establecer en el mundo la devoción al Inmaculado Corazón de María. Cuando haya que decir eso, no te escondas”. Y añade: “Dí a toda la gente que Dios nos concede las gracias por medio del Corazón Inmaculado de María. Que se pida a Ella. Que el Corazón de Jesús quiere que a su lado se venere el Inmaculado Corazón de María. Que pidan la paz al Inmaculado Corazón de María, que Dios se la entregó a Ella. ¡Si pudiera meter en el corazón de todo el mundo la lumbre que tengo aquí dentro del pecho quemándome y haciéndome gustar tanto del Corazón de Jesús y del Corazón de María!”

Jacinta sufrió una penosa agonía que soportaba valientemente ofreciéndolo por la conversión de los pecadores

 

¿Cómo puede Jacinta, tan pequeñita, asumir y comprender tan profundamente el espíritu de mortificación y de penitencia? Lucía responde: “Primero, por una gracia especial de Dios que, por medio del Inmaculado Corazón de María, le quiso conceder; segundo, viendo el infierno y la desgracia de las almas que ahí caen”.

Nuestra Señora le preguntará a Jacinta si quería quedarse un poco más en la Tierra para sufrir por la conversión de los pecadores. La generosa niña respondió que sí. Terminó muriendo en Lisboa, alejada de sus parientes. Pero Nuestra Señora nunca la dejó sola. Se le aparecía frecuentemente, instruyéndola, aconsejándola... alertando sobre la situación del mundo y la inminencia de los castigos.

La Madre María de la Purificación Godinho, a quien Jacinta hacía sus confidencias, anotó muchas de las comunicaciones celestiales y meditaciones de la pequeña pastorcita, que muestran el grado de madurez espiritual a que llegó. 3

Comprensión profunda y seria de la eternidad

Viendo a personas inmodestamente vestidas visitando a los enfermos, o a enfermeras excesivamente maquilladas, le decía a la Madre Godinho: “¿De qué sirve todo esto? ¡Si ellas pensasen que tienen que morir y supiesen qué es la eternidad! … Sobre unos médicos ateos comentó: “¡Pobres! con toda su ciencia, mal saben lo que los espera”.

Jacinta fue operada en febrero de 1920 por segunda vez. Debido a su estado de debilidad, sólo pudieron utilizar cloroformo y anestesia local. Al verse sin sus ropas, en manos de los médicos, lloró mucho. Le extrajeron dos costillas, dejando un orificio tan grande que por él podía pasar una mano. Sufrió todo calladita, gimiendo apenas de vez en cuando : “Ay, Virgencita mía”. Pero para consolar a los que la veían sufrir decía: “¡Paciencia! Todos tenemos que sufrir para llegar al Cielo”.

El viernes 20 de febrero, Nuestra Señora vino a buscar a Jacinta, que a pesar de no haber cumplido los 10 años, murió en olor de santidad.     

 

Notas.-

1. P. Luis Gonzaga Ayres Da Fonseca, Nossa Senhora de Fátima, Editora Vozes, Petrópolis, 5ª edición, 1954, pp. 148-149.
2. P. João De Marchi  I.M.C., Era uma Senhora mais brilhante que o Sol..., Seminário das Missões de Nossa Senhora de Fátima, Cova da Iría, 4ª edición, 1954, p. 35.
3. Cf. Antonio Borelli Machado, Fátima: ¿Mensaje de Tragedia o de Esperanza?, El Perú necesita de Fátima, Lima, 4ª edición, 2004, pp. 73-83.